Como pasar por alto la seductora invitación que conduce a una aventura para retornar de
los sentidos y desentrañar emociones ante los recuerdos que con los años a veces se
convierten en rutina.
Humberto Senegal, nos obliga a una “particular reminiscencia” en su escrito “Remotas frutas de tu niñez”, donde despiertos los sentidos, no quieren regresar al espacio del olvido.
No deja de lado nada, para equiparnos con inspiradores y místicos personajes, la divina
creación se vuelve inspiración.
Estados en los que no podemos dejar de saborear la experiencia de estar vivos.
Formas, texturas, aromas y sabores, regalos para devolvernos la luz en la mirada.
Y es que nada puede sublimar más los sentidos, que recobrar la vida a través del mundo
silencioso de la palabra rescatada, para encontrarnos como viajeros, volver a la primera
infancia, donde se eclipsaron momentos para grabar lo verdadero e imprescindible que nos
depara la vida, el viaje eterno del pensamiento que trasciende.
No alcanzaba los tres años según dice mi madre y creo entender ahora por la sensibilidad
del razonamiento, que ya habitaban conexiones emotivas con la naturaleza. Entre muchos
anfitriones de la casa familiar, en la hacienda Guamalito. Habitaba un caimito: Raimundo,
el guardián de la familia, daba a la ventana de la habitación principal, sus raíces
pronunciadas sobre la superficie de la tierra, su fruto de morado intenso y sabor de
caramelo dulce, se dejaban escuchar cuando caían sobre el techo en las noches, cobijadas
por el calor y protegidas por los toldillos que nos distanciaba de los zancudos y sus
zumbidos.
El grosellero Jacinto, en abril vestía de racimos en flor, anunciando la llegada de los frutos
en verano, las vacaciones de junio guardaban la deliciosa sorpresa. El naranjo de poca
altura producía naranjas ombligonas, predilectas de mi padre, él cuidaba con esmero la
esperada cosecha. En los potreros los pastos alcanzaban la altura de los jinetes, el ganado
bebía agua en la alberca donde flotaban las guayabas que caían del guayabo que daba
sombra, la fruta de carnes carmesí tomadas de la rama a la boca, el secreto del sabor
perfecto.
Las gerberas florecían todo el año a la sombra del árbol de Llama Roja, donde nos
sentábamos a comer grosellas y hacer las caras que provocaba el ácido de la pequeña
fruta. Las enredaderas de flores de ragoon, con sus danzas de tonos blanco, rosa y rojo, al
amparo de sus colores y su frescura. Las tardes guardaban magia y encanto.
El alma de la naturaleza dejó la sutil coreografía que perdura sensible en la mirada de mis
sexagenarios años. Regalos que tendrían que convertirse en palabra para habitar en la paz
de lo vivido.
En la casa del pueblo, un arbolito de anón, vivía con nosotros en el patio que daba a las
habitaciones, servía de hospedaje a los azulejos que se adelantaban, picoteando sus frutas
maduras, mis preferidas, su dulce saciaba toda auténtica debilidad por el sabor que
consentía mis papilas gustativas. Degustarlas en la boca para reducir las pepas y no querer
que se acabara el encantamiento que me provocaba su dulzura; las badeas colgaban de la
enredadera con sus voluptuosas y brillantes pieles de verde manzana. Para comerlas, se
alistaba la cuchara para sacar hasta el fondo el néctar de su delicado sabor y aroma.
Del Guamo, las guamas legendarias y exóticas, el blanco en contraste con la vestidura de
cromáticos verdes, como el de la chirimoya y la guanábana, el alma blanca y la pureza del
sabor perfecto, diseños tejidos de milenarias formas.
Del limonero, los limones para todo: la limonada con panela, el dulce de nochebuena, para
el mal del hígado y el gel de la época para el cabello; para desmanchar y para apostar
comerlo sin hacer malas caras.
En la plaza de mercado del pueblo, donde la tradición todo lo alcanza, en canastos con
hojas de guasca esperaban las ciruelas de tierra caliente, sabor que no se compara con un
ciruelo de esa tierra calentana. Fruta desde verdes insinuantes hasta los naranjas más
célebres, era el bocadito más apreciado para niños de todas las edades, al igual que los
mamoncillos que dejaban en los dientes lo delatado de comerlos con tanta alegría y los
carambolos eran reconocidos por su corte de estrella.
Los plátanos de variadas formas, tamaños, colores y sabores para todos los gustos, los
bananitos bocadillos amasados en las manos para extraer de ellos sus blando postre, los
cachacos y bananos criollos.
Que tierra tan bendecida la de mi patria, con sus místicos secretos, rutilantes almas
encantadas, con la exuberancia en todos los colores, aromas y sabores.
Fascinanterecorrido, exploracióncumplida.