No tengo la menor duda. Fue Kasyapa, el sonriente hombre a quien seguí durante varias cuadras por Armenia. Desde el parque de Bolívar hasta el Museo Quimbaya. Sabía que yo lo espiaba. Y no le interesó. Tampoco a mí me importaba que lo supiera. Era Kasyapa, porque en su mano no llevaba la flor que buda le dio. Era en sus manos, y en sus brazos, y en su cuerpo, pero en particular en su mirada, donde se desbordaba húmedo el fino perfume que no he hallado entre millares de flores quindianas.
Y su mirada era la parte sobresaliente de la flor. Y la flor imaginaria era la parte destacada de sus ojos. Iba despacio por la carrera 14. Lo encontré en el parque de Bolívar. Trataba de ayudarle a volar a una mariposa lastimada, cerca de la catedral. Cuando el hermoso lepidóptero voló, reconocí entonces, sin vacilación, a Kasyapa. Hubo miradas mutuas de afecto, sin necesidad de palabras. Él iba tras de su sombra. Fue lo único que me sorprendió. Yo le seguía a prudente distancia. “Cualquier enseñanza que escuche y que conduzca hacia algo bueno, la escucharé con oído atento, la examinaré, reflexionaré sobre ella y la absorberé con todo el corazón”.
Kasyapa entregaba flores imaginarias a gente imaginaria, con discretos gestos. Y entre quienes pasaban apresurados por su lado, vi muchas personas que no las recibían. Ni siquiera se daban cuenta de su radiante presencia. Les hubiera dicho: “¡Es Kasyapa!, el discípulo de Buda. Acéptenle por lo menos esa flor imaginaria, porque si logran verla y olerla, habrán reconocido la flor real”. Nadie estaba interesado en flores. Ni en jardines. Mucho menos en otras realidades. Pero también yo iba en silencio, detrás de Kasyapa, recogiendo algunos de los pétalos y aspirando el aroma de la flor. Fue un martes. Un martes de septiembre, al atardecer, y lloviznaba un poco cuando llegamos a la puerta principal del Museo Quimbaya y lo perdí de vista.
Del libro inédito: Neblina entre las manos de Siddhartha