(Divertimento cotidiano)

Arrierías 85

Luis Carlos Vélez

Cuando mi esposa dijo que a la mañana siguiente viajaría a visitar a mis suegros, me alegre… Calculaba que estaría de regreso al atardecer, para más precisión, después de las seis de la tarde… Por supuesto, no le dije de mis “malas intenciones”, pero llevaba meses tramando qué haría, y su viaje fue mi oportunidad. Le dije que al salir de mi trabajo daría un paseo, una caminata con Trosky mientras ella volvía, y pasaría a recogerla a la estación de buses intermunicipales. Pero la verdad: ya no aguantaba más los alegatos que me esperaban cuando llegaba por las noches.

Mi mujer pelea por quién de los dos saca la mascota a las calles solitarias para que aligere sus intestinos. Dice que la enfurecen las miradas y malas palabras de doña no sé quién, ni del viejo tal por cual que no tienen más oficio que madrugar o salir por las tardes a vigilar las zonas verdes del conjunto residencial, y casi siempre sorprenden a Trosky defecando en sus antejardines… La verdad, yo tampoco tengo motivos para estar contento. Además, estoy aburrido porque se desquita conmigo… y los vecinos melindrosos también.

De resto, en los últimos seis años, Trosky nos une y llena nuestros silencios de hastío con sus ocurrencias, piruetas, mimos y ladridos. Es lógico que después de tantos años no encontremos de qué hablar y él sea nuestro tema diario: que saltó, se asomó a la ventana, ladró, le mordisqueó las piernas, o la siga por la casa y se pare junto a la puerta para indicar sus deseos de pujar afuera. A ella le gusta darle besos en el hocico, a mí no, porque lo he visto lamerse allá y acullá…, y según mis lecturas al respecto…

Salí temprano del trabajo y para no perder tiempo abordé el taxi. Al chofer que me llevó a la estación del ferrocarril no le gustó que nuestra mascota ocupara el asiento delantero, pero cuando le ofrecí propina, silbó y preguntó su nombre.

Trosky, dije, y el hombre intentó acariciarlo. No lo dejé porque, pese a mis “buenas intenciones”, quería cobrar el desprecio al maldito chófer.

Él no sabía que la noche anterior Trosky me mordió y, porque le di un sopapo, mi mujer me madreo y amenazó con enterrarme el martillo “hasta el fondo de tu tonta cabeza”. Entonces no aguanté, quise vengarme de ella, impedir que cometiera un asesinato, y atacarla por donde le doliera más…

El taxista dejó de silbar hasta llegar a la estación. Pagué sin agradecerle. No le gustó y arrancó veloz. Reí, pasé a la ventanilla por el tiquete y me dijeron que comprara un guacal para meter a Trosky. Entonces cambié de idea: no compraría tiquete…

Entré a la estación de trenes; por esa época el servicio era esporádico y tenía una sola opción, y comprendía algunos pueblos que se encuentran en la ruta Armenia-Buga.

Pregunté a los vigilantes dónde conseguiría un guacal y señalaron el camino a las bodegas. El bodeguero, de mala gana, buscó en el arrume de mercancías y trajo un guacal de regular tamaño. Mi mascota se negaba a entrar. Gruñía, ladraba, mordía, gemía. Arañó hasta romper la paciencia del bodeguero que, tal vez, no tenía mascota o no sabía cómo lidiar una.

Está mimadiiitoo el animaliiitooo, dijo, y quien perdió la paciencia fui yo al percibir la ironía de sus palabras.

Traiga otro guacal más grande, le ordené sin pararme en diplomacias, y el hombre fue a meterse otra vez entre los arrumes, apareció con el guacal y dijo: le quedará preciso, al amiguiiito.

Escuché el primer pitido de salida y le dije: Apúrese, me va a dejar el tren…

¡Y a mí que me importa!, dijo con rabia no reprimida. Supuse que el maldito se desquitaba, pero callé para evitar más problemas.

Con mimos logré que Trosky entrara al guacal; arañó como antes, pero no perdió su pelea con el encierro de madera: escapó y, por desquite, lo dejé hacer cuanto quisiera en su huida. Hasta deseé que defecara en algún lugar de la bodega… y así fue… lo supe cuando se esparció el olor…

Pero vino lo que tomé como una insólita actitud del bodeguero: no reclamó por las tropelías de Trosky, al contrario, ayudó a meterlo al nuevo guacal, fue al escritorio y trajo un martillo y puntillas.

Pero cuando dijo: Sostenga la tapa con fuerza para que no se salga…, y me estrujó al pasar para poner la primera tabla en el boquete, supe que también sabía de venganzas: ¡Qué gusto se daba martillando!, ¡qué lentitud!, cuánto pensaba cada martillazo.

Miré y medí en el reloj mis angustias.

El bodeguero clavó la segunda tabla. Hice cuentas: faltaba martillar tres más. Yo sudaba. El bodeguero se detuvo, y cuando sacó un cigarrillo me contuve para no caerle encima a martillazos.

Perdón, dijo. Puso el martillo sobre la tabla que clavaba. Lento fue al escritorio desvencijado y buscó con parsimonia en los cajones.

Mi mascota: pataleaba, se revolvía, ladraba desesperada y gemía lastimera.

A punto del arrepentimiento y para evitarlo, grité: ¡Apúrese señor, que me deja el tren! Por favor…, musité con voz queda, suplicante…

El bodeguero encontró lo que buscaba, pero no la cerilla que yo pensaba. De pie, junto al escritorio, mostró con orgullo un aparatico, una especie de encendedor compuesto de un piñoncito ubicado frente al muñón de cuerda y cuyo trozo más largo colgaba por el agujero inferior de un tubito metálico.

Es un yesquero. Ya no se consiguen. Me lo regaló un gringo, dijo orgulloso y malintencionado…, se tragaba los minutos que faltaban para la salida del tren.

Y yo por dentro: ¡Gringa será tu madre, desgraciado!

Lo encendió; puso la punta del cigarrillo en la brasa, aspiró lento y sólo hasta ese momento percibí el olor a madera podrida, humo de carbón, a heces de Trosky.

Cada vez más impaciente, le arrebaté el martillo.

El bodeguero palideció.

Retrocedió, se puso a la expectativa… ¡Ah, desgraciado, también sientes miedo!, pensé cuando retiró el cigarro de la boca, y un hilito de humo subió hasta el techo de la bodega.

Le quité la segunda tabla, la coloqué y sonó mi primer martillazo.

Asustado, inmóvil, el bodeguero me dejó terminar el claveteado.

El pitido de nuevo, y a lo lejos escuché el motor del tren en punto de marcha.

¡Falta un minuto!, grité.

Le toca correr, amiguito.

Y fue lo que hice. Como pude eché el guacal a mis espaldas, y corrí desesperado como si el diablo mordiera mis talones…

El pitido fue largo, el humo del tren se metió dentro de mí, y al escuchar el ruido de los engranajes, las bielas y ruedas aumentaban, corrí, corrí, dejando a cada paso mi alma.

Sin aire, a punto de que estallaran mis pulmones, alcancé el último vagón del tren y, por la puerta que siempre dejan abierta y no sé para qué o por qué, lancé el guacal.

Los ladridos lastimeros de Trosky no me importaron. Sólo pensaba en terminar rápido.

Ni siquiera volví la vista atrás para ver cómo se alejaba el tren. Eché a caminar por entre los rieles mientras decía: Así te cobro mujer tus insultos…, con lo que te duele y para que aprendas…

Cuando llegué a la estación de buses y mi mujer me recibió con abrazos, besos y estas palabras: “Hola cariño, ¿qué te parece si cuando lleguemos a casa, salimos a pasear a Trosky”, pensé que regresaba arrepentida de sus alegatos por culpa de nuestra mascota…

De repente, frente a la casa y metida la llave en la chapa de la puerta, tuve la certeza de que, aunque me atormentaba pensar en el martillazo prometido por mi esposa, el hastió que me esperaba sería insoportable…

Septiembre 30 de 1971 

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