“Quería decirle que se detuviera, aun así, mi cuerpo no reaccionaba porque estaba demasiado asustada para siquiera intentarlo. Inútilmente me quedaba estática mientras los golpes de mi papá y el llanto de mi mamá seguían, una y otra y otra vez. Era un infierno”.   Así, como una escena de película que se repite cada cierto tiempo pero que realmente ha superado la ficción para convertirse en una realidad, Mariana revive los recuerdos de crecer en un ambiente manchado por la violencia doméstica en la que se vio obligada a ser espectadora durante al menos la mitad de su vida. Hoy en día con veinte años, los cuales han transcurrido como todo un siglo para ella, ha decidido compartir aquello que por mucho tiempo consideró una situación muy privada de la cual solo sus familiares cercanos, quienes no pudieron ayudar demasiado, sabían. Sin embargo, y aún con toda la disposición de responder a mis preguntas, el ambiente se siente pesado e incómodo. Hay un silencio que se prolonga por un poco más de un minuto, lo sé por el reloj que marca ruidosamente la hora en la pared, además no hay nadie más en la casa salvo Mariana y yo porque no quería que su madre, padre o hermana escucharan lo que tenía para decirme. Ella me observa con duda en sus ojos, pienso que la he presionado demasiado porque rápidamente aparta la mirada y se fija en cualquier lugar en la sala, cualquier cosa, menos yo. Sus dedos rebotan insistentes sobre su regazo, deduzco que se debe a lo difícil que es sacar a colación un tema que en Colombia parece no ser tomado con la seriedad que requiere.

  • ­A nadie le importa…- Me dice y retoma antes que yo pueda cuestionar cualquier cosa- Que ellos salieran cada ocho días, tomaran y volvieran a la madrugada con sus peleas era algo normal para todos. Ya sabés cómo es la gente de por acá, solo está lista para chismosear y era increíble porque era como una rutina, fue así desde que tengo memoria, se repitió esa misma cosa en la que durante la madrugada habían gritos y todo ese alboroto pero nadie salía, luego al otro día todos sabían lo que había pasado. Entonces yo le decía a mi hermana, en toda mi inocencia pues porque estaba chiquita, “¿por qué no se metieron si estaban escuchando?” y ¿sabés lo que me decía? – Me pregunta mientras se acomoda el pelo detrás de las orejas. En ese instante a Mariana le brillan esos ojos pequeños y oscuros que tiene, pero no es por felicidad, hay una mezcla de impotencia y decepción en ese destello que alcanzo a notar, pues aunque es una joven que está acostumbrada a ocultar sus emociones bajo un semblante frío e impenetrable, sé que he tocado una fibra sensible. Yo niego con la cabeza ante su pregunta finalmente y ella prosigue al mismo tiempo que levanta el dedo índice y me señala, como si me acusara de algo. – “Vivimos en un país en el que cada uno se preocupa por lo suyo, ¿Qué putas te hace creer que alguno de ellos les interesa si mi mamá amanece muerta mañana?” Así, tal cual me dijo, sin pelos en la lengua y yo tenía como diez años en ese tiempo mientras que ella tenía quince.
  • Entonces tu hermana ha vivido lo mismo que vos durante mucho más tiempo. – Deduje, quise que sonara como una pregunta pero acabó sonando como una afirmación a la que ella asintió. – Pero ¿por qué no buscaron ayuda? Podían denunciar.
  • Creo que ese pensamiento es el que tendría una persona normal que no ha tenido que pasar por todo este drama familiar. – Menciona con una risa desganada, un poco irónica. Mariana apoya la espalda con precisión en el respaldo de su asiento y frunce sus labios. –uhmm, es un poco más complicado que eso porque ellos tenían este tipo de relación enfermiza en el que después de la pelea estaban felices otra vez. Mi mamá nos ponía como escudos para justificar el hecho de no denunciar o separarse de él y mi papá nos compraba con cosas materiales tras sus promesas falsas de que no volvería a hacerlo, según él disque a cambiar. Era un círculo vicioso que se hacía cada vez más grande.
  • ¿Cómo así? ¿es que acaso podía ponerse más grave? – Mis preguntas saltan en un tono bastante alarmante y ella hace una mueca, como sin con esa reacción me expresara un “si supieras”.

Al provenir de una familia en la que el maltrato hacia las mujeres estaba normalizado, Mariana me cuenta que su padre no tenía problema con solucionar las cosas a golpes pues su desconfianza era tan grande que los celos, la ira y cualquier sentimiento negativo se convertía fácilmente en un detonante que al explotar dejaba secuelas a corto y largo plazo ya que todo se iba acumulando lenta pero dolorosa y silenciosamente.

  • El maltrato no se limitaba a lo físico o a mi mamá, es que él siempre tuvo un concepto muy misógino de la mujer y tiene muy metido en la cabeza que por nuestro género debemos existir para servirle. No podíamos tener amigos ni amigas, mucho menos traerlos a la casa, además debíamos tener notas perfectas en el colegio. Conmigo no fue tanta la presión porque de algún modo mi mamá me servía de tapadera cuando perdía muchas materias, pero mi hermana no tuvo la misma suerte, incluso tuvo un intento de suicidio cuando estaba en noveno. Entre las exigencias de mi papá de lunes a viernes y su comportamiento agresivo durante los fines de semana creo que ella llegó a su límite porque era la que venía soportando todo desde hacía mucho más tiempo. Incluso hoy en día ni ella ni yo nos sentimos cómodas con personas a nuestro alrededor por culpa de eso o más bien por culpa de él porque no puedo pensar positivamente cuando se trata de una figura masculina. Siento repulsión al igual que por las muestras de afecto o cariño porque nosotras nunca tuvimos eso.

Tras sus palabras sigue siendo inimaginable el pensar que detrás de esa imagen común y corriente que suele mostrar a los demás en la que da la impresión de ser simplemente despreocupada, esa joven de cabello oscuro y rasgos suaves, pero personalidad que fluctúa entre la timidez y el desapego,traea sus espaldas un pasado del que hasta ahora no había querido hablar porque según ella no servía de nada.

 Sin embargo, después de compartir un pequeño pedazo de esa historia dolorosa que guardó con recelo Mariana admite sentirse ciertamente liberada, pues tal vez su testimonio pueda llegar a alguien que esté pasando por una situación parecida en un país que muchas veces es sordo, ciego y mudo. 


La autora

Michell Tatiana Quirama Martínez.
Estudiante de licenciatura en literatura.
Universidad del Valle, sede Palmira.
Periodismo literario.

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