Arrierías 85
Jairo Sánchez
Las transformaciones que ha sufrido el campo, los núcleos familiares y la economía derivada de ese tipo de vida hacen que las personas participantes de esa experiencia reconozcan, después de muchos años, lo que se tenía, lo perdido y tal vez lo irrecuperable.
La vida familiar campesina, en las regiones cafeteras, tenía una dinámica diferente. El núcleo familiar se congregaba alrededor de la finca y sus actividades. Quienes nacieron, crecieron y se hicieron jóvenes en ese medio y tienen memoria sesentona o mayor, corroboran este modus vivendi.
Habitantes: El dueño y la señora. Los hijos e hijas desde infantes hasta preadolescentes. El mayordomo, quien también tenía su familia, el capataz, el patiero, las o la señora del servicio, también con hijos, uno que otro ahijado y algún recogido, porque todos tenían cabida, así como todos, parecían una sola familia, pues los muchachos y muchachas jugaban, estudiaban y trabajaban sin exclusiones de parentesco.
El dueño, generalmente, era un trabajador más que salía por la mañana con los trabajadores a ejecutar las labores propias de la finca. Los sábados, él salía a mercar y su regreso era un acontecimiento pues traía la parva: dulces, mecato, panes y otras delicias para los muchachos. El canasto donde la echaban debía colgarse alto para evitar asaltos nocturnos de la muchachada.
La Señora de la finca era una persona respetada por todos, pero amable y participativa.
Ocasionalmente se recibía la visita del “cacharrero”, un señor con una maleta llena de chucherías, algo así como una venta por catálogo, pero él llevaba los productos y si no los tenía, los traería en el próximo viaje, cuando volviera a cobrar.
Ese fue el comienzo de empresas exitosas como almacenes DONMARIO y LUMARTINEZ, entre otras, cuyos dueños recorrían a pie las fincas vendiendo mercancías.
La finca tenía un imán, solo dejaba de funcionar en Semana Santa y Navidad, cuando toda la muchachada y mujeres de la finca se emperifollaban y luciendo sus mejores galas bajaban al pueblo para deleite de los mocetones quienes las admiraban en el parque y procesiones. Algunos amores nacidos de ojo, debían esperar un año para volver a verse.
Heredades: La cosecha o producidos mayores eran para el “patrón”, pero los subproductos de la finca eran asignados para los diferentes miembros de la familia.
Las gallinas, piscos, polluelos y huevos, generalmente eran propiedad de la “señora”.
Si había cerdos, los lechones eran asignados a los hijos al igual que los terneros, los potros y muletos. De igual manera los mangos, guanábanas, limones, naranjas, badeas, granadillas, guamas y demás frutos producidos, eran cuidados, cosechados y mercadeados por alguno de los muchachos a quien se le asignaban, y cuyo producido era el imán que lo atraía permanentemente a la finca cuando por estudios u otra causa, se alejaba.
Educación: La educación escolar era un bien común. Si uno de los muchachos entraba a la escuela veredal, todos entraban, sin distingos de quien era hijo. Era una fiesta salir en las mañanas con la talega terciada, los cuadernos, el lápiz, la tinta roja y azul, el encavador con su plumilla, y el fiambre. Y emprender una caminada a veces de una hora o más para llegar donde la maestra esperaba sus alumnos.
Al terminar la escolaridad, los hombres, no así las mujeres, eran enviados al pueblo para hacer el bachillerato. Pero los fines de semana y festivos debían estar en la finca para hacerse cargo de sus responsabilidades. ¡Había un porque volver!!
// foto familiar antigua del autor, su hermano y madre. 1953, finca la Maizena, vereda Montecristo, propietaria María de Mejía. Vía Génova Quindío.
Si algún hijo ingresaba a la universidad, era un orgullo, pero las vacaciones las pasaba en la finca recolectando dinero de sus heredades para sus necesidades.
La mayoría de los trabajadores no era trashumante, algunos vivían en la finca y otros permanecían todo el tiempo de cosecha, graneo y traviesa. Además, siempre había labores para realizar pues no existía el monocultivo.
Es un esbozo de la cotidianidad que se vivía en esas épocas, experiencia objetiva que podía tener poca variación en las diferentes fincas.
Dicho en palabras de esta época, la finca era microempresa familiar con sostenibilidad y con un tejido social familiar fuerte y una economía circular que permitía el aprovechamiento de todos y cada uno de los recursos para el conjunto y sus miembros.
Estas características son las que hoy en día se añoran y reclaman cuando se discute el desinterés de los hijos por estar y volver al campo, y se aducen muchas razones:
- Por la época de los cincuenta llegó la violencia partidista que azotó más, unas veredas que otras. Era común volver de la escuela o el tajo asignado para laborar y encontrar la finca ocupada por señores con escopetas y machetes hablando de sus víctimas, ordenando comida e interactuando con los habitantes. Esto llevó a que los dueños quisieran proteger a su familia y comenzó un desplazamiento campesino voluntario u obligado, hacia las áreas urbanas, migración que nunca fue reconocida ni reparada. Este fenómeno trajo nuevos propietarios urbanos a las fincas y ese espíritu campesino y laboral- familiar pasó a manos de acaparadores y nuevos ricos.
- Al cesar esta ola de violencia apareció un agente tanto o más letal que los (pájaros), la Federación Nacional de Cafeteros, una idea consolidada de los cafeteros que, se les salió de las manos. Los técnicos, con su saber impositivo, presionaron a los finqueros a cambiar su modo de vida, producción y mercadeo. Les fue dicho que, con las nuevas variedades obtendrían más dinero, más cosechas y menos esfuerzo. Lo único que exigían a cambio era la deforestación de los cafetales, es decir la eliminación de los sombríos, la limpieza total del terreno, lo que implicó la erradicación de las plantas de cobertura, en su mayoría medicinales y de alimento para la fauna silvestre, el aprovechamiento al máximo del terreno, o sea la desaparición de galpones, cultivos asociados, industria lechera y porcina, frutales y árboles nativos. Si en caficultor se negaba, entonces no había créditos ni renovación. Ante esta propuesta forzosa el dueño acató órdenes y cambió de un sistema SOSTENIBLE, a un sistema SUSTENTABLE que, para muchos, no funcionó y fueron asfixiados por los créditos bancarios hipotecarios, vieron sus fincas rematadas y los beneficiarios fueron, en ocasiones, los funcionarios crediticios y sus amigos.
- Al cambiar el tejido familiar social basado en heredades y motivaciones para los hijos y miembros de la familia, se acabó el imán. Fue mejor permanecer en la ciudad que volver a una finca con un monocultivo con tareas predefinidas por fechas, sin productos secundarios, llámense: huertas, limonares, guanabanales, frutales, porquerizas, hatos de ganado, establos, galpones, estanques, que pertenecían nominalmente a la muchachada y se beneficiaban económicamente como ayuda para su vida social y estudiantil.
- Desde hace varios años se ha captado el daño que se le ocasionó a la vida del campesino porque los técnicos vinieron con la tarea de mejorar la economía, pero olvidaron la estructura, el tejido, la unión y retención de la familia en su área de acción, el campo. Y, posiblemente, la Federación logró los objetivos de cafetizar los campos, pero no tuvo presente el principal actor: la familia.
- La consabida frase de cajón “hay que dignificar al campesino” puede volverse una realidad si hay atractivos para reconstruir el tejido social familiar, si la educación rural tiene docentes preparados para lo rural y no para la vida urbana, si los técnicos van a las fincas a aprender del campesino y no a imponer directrices de escritorio, pero sobre todo lograr que el campesino se concientice de que la organización veredal tiene importancia porque es solidaria y participativa.