Las ciudades cambian. Mudan las esquinas mientras las personas crecen o se mueren, pero aparte, porque son vanidosas; al fin y al cabo, mujeres. La mejor forma de comprobarlo, son las fotos antiguas, porque en ellas quedó para siempre la ciudad vieja con sus modas y sus paisajes, la que nos vio crecer, soñar, vivir, antes de que la historia la disfrazara.

Fotos como esta, que alguna vez fue en blanco y negro y hoy es café y amarillo, son raíces de muchos recuerdos. Aparecemos mi mamá, embellecida por una moña, cuyo ritual preparatorio siempre admiré por su paciencia, vestido negro ceñido de una sola pieza, adornado con un collar de cuentas blancas y la infaltable cartera. Yo visto un jean que al parecer me quedaba grande, un suéter que si mal no recuerdo era azul marino con vivos amarillos y camino sobre una de las tantas materas que adornaban el, por esa época, parque público Nariño.

Lo evoco entre las carreras octava y séptima y las calles octava y novena del Bogotá de los primeros años sesenta y recuerdo que ese parque existe aún, pero hace unos días dejó de ser público, porque uno de los inquilinos del Palacio de San Carlos, residencia de los presidentes de antaño, lo convirtió en parte oficial del nuevo Palacio presidencial Antonio Nariño y la conversión arrastró la siguiente cuadra con otro parque emblemático: “El Parque de los Leones”.

La foto pertenece a los tiempos en que los fotógrafos callejeros “congelaban un instante de la vida”, según su eslogan, y esta foto fijó para siempre nuestro paso por la acera oriental, o carrera séptima, de aquel parque que por razones que no sabría explicar, siempre he recordado como triste, pero que formaba obligada parte del septimazo, para quienes vivíamos en los barrios Santa Bárbara, Las Cruces, San Bernardo u otros, y veníamos a cine o al comercio cercano de la plaza de Bolívar.

Mucha cosa representó para mí, el parque Nariño. En estos momentos me vienen a la memoria las siguientes:

Una construcción cilíndrica de algo más de diez metros de altura, situada en la carrera octava con calle igual, rodeada por jardines y rejas con un significado misterioso en mi infancia, pues cuenta la historia, que entre sus paredes se sostuvieron las primeras conversaciones independentistas. El Observatorio Astronómico de José Celestino Mutis, desde cuyas ventanas los rebeldes podían mirar la capilla del Sagrario, todavía en pie.

Se respiraba el aroma de flores y matas que ornaban sus callejuelas. Los domingos era colmado de niños, a pesar de que no había columpios, rodaderos, balanzas, pasamanos ni algo parecido, por eso tal vez, digo yo, me pareció siempre triste.

Sobre la calle novena, pasando la cual estaba la espalda del capitolio, había una estatua de no sé quién. Hoy me pregunto por qué no tenemos fotos a su lado teniendo en cuenta que los fotógrafos explotaban cualquier posibilidad de disparar sus cámaras. Era obvio, porque les pagaban según la cantidad de fotos que fueran reclamadas, para este caso, en el almacén Tía de la carrera décima con calle once, que ya no existe. 

En la acera oriental de la carrera séptima del parque, la remembranza trae dos imágenes. Una vitrina, donde los lunes aparecía una foto con el mejor gol del domingo en el estadio el Campín y a un lado sobre algo que por entonces no existía, pero que en mi memoria parece cartón paja, la jugada explicada con banderitas rojas o azules, según el gol fuera de Millonarios o de Santafé y la trayectoria del balón dibujada con puntos de igual color.

La segunda e inolvidable, es la de tres, quizá cuatro almacenes de libros de segunda situados en la misma acera oriental, donde compré primero y después me fiaron, obras de Julio Verne, que me fascinaron y de las cuales, estoy seguro, quedé debiendo alguna al librero anciano que me dio la oportunidad de conocer a crédito esos personajes.

Para terminar esta remembranza, quiero comentar aquí entre nos y sin que nadie más lo sepa, que sentados en una de esas materas, a lo mejor sobre la que camino en la foto, una linda dama morena, santandereana, de caminar sinuoso, cuerpo magistral, hermosa y larga cabellera negra, que me llevaba algunos años, me obsequió las primeras caricias y besos de amante clandestino cuando yo tenía dieciocho años. Hermoso recuerdo.

Ella y yo, camuflados entre los capitalinos que por entonces nos reuníamos a las cinco de la tarde a ver arriar el pabellón nacional en el “parque de los Leones”, a una cuadra del Nariño, nos apretamos las manos, acercamos nuestros cuerpos y dejamos enterrados entre las flores que ornaban el parque, los besos, las caricias, los te quiero y aquellos sueños imposibles. ¿A dónde la habrán llevado sus pasos?

Años después, luego de partir a mi trasegar laboral en otras regiones, regresé de visita a la capital, vi las que habían sido mis cuadras ataviadas para una élite lejana y supe que la ceremonia de arriar la bandera se efectuaba en privado para ellos. En cuanto supe que el inquilino presidencial había convertido al parque Nariño en su vivienda personal y que los bogotanos no volveríamos a ver arriar nuestro pabellón, en “el Parque de los Leones”, como quien dice, en vivo y en directo, me sentí usurpado y ofendido, aunque conforme, al fin y al cabo, por la seguridad que daba saber, que aquellos momentos tan amorosos como clandestinos, solo los conocimos, ella, el parque y yo.  

No obstante, la historia cambia como los ríos con el paso del tiempo, por eso en el momento en que vi en la televisión las puertas del parque Nariño abiertas al público y a un buen número de bogotanos presenciando respetuosos la ceremonia de descenso de la bandera, sentí, a pesar de que los leones ya no están, que me habían devuelto mi pasado.

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