La ubicación de un nuevo poblado, el que surgía en medio de la selva permitió que en los primeros años del siglo XIX se presentaran oleadas de migrantes ansiosos de encontrar otro horizonte y ávidos de sembrar un mejor futuro para sí y para sus familias.
A la par con ese despertar colonizador por igual se encuentra la vinculación especial de la Iglesia Católica, y así lo revelan variados documentos que forman la historia al hacer mención del arribo por primera vez de Pastores Espirituales, hecho acaecido por el mes de diciembre de 1906 cuando dos misioneros de origen español acompañaron a quienes arribaban a la región por la época.
El modo de ser de los prelados era disímil; uno era sosegado y generoso mientras el otro hacía honor a su apellido, León, mostrando mal carácter lo que le granjeó el apodo de “cáscara amarga” otorgado por los ya residentes. Poco después llegó hasta el naciente caserío acompañando a nuevos peregrinos el también sacerdote Ismael Valencia.
Con el crecimiento poblacional se hacía indispensable la tenencia de un templo al cual acudir para participar de los oficios religiosos, y en ello por igual pensó la Junta Pobladora que lideró Segundo Henao, destinando una de las manzanas ya trazadas, la de la esquina suroccidental de la plaza para ser ocupadas por la Iglesia y la Casa Cural.
La unidad de los tres prelados, la conjunción colombo-española, que fue orientadora y consejera en esos primeros años, pronto empezó a dar frutos y por medio de convites, antesala de la Acción Comunal de hoy, se dieron a la tarea de talar bosque para extraer la madera de construcción hasta llegar a la orilla del río Gris, y una vez el fuego cumplió la misión de consumir las ramas secas, levantaron una ramada que les sirvió de vivienda y de centro religioso. A su alrededor se levantaron otras chozas para el alojamiento de algunos colonos y convirtiéndose el lugar en el epicentro de todas las reuniones.
Con el sitio ya destinado el Padre Valencia, quien ya se encontraba solo ante la partida de los misioneros españoles, con el apoyo material y económico de la creciente feligresía y la colaboración de la Divina Providencia como él mismo lo afirmaba, dio principio a la construcción de lo que habría de ser el templo y la sede cural para Génova utilizando largos trozos de laurel-peña, cedros y otros que se encontraban con profusión en el área y encomendando la tarea al maestro Federico Quintana.
El paso del tiempo era raudo y a pesar de los avances en construcción y población, la dependencia espiritual era de la parroquia de Colón, hoy Pijao, donde oficiaba el Sacerdote Tulio Efrén Arias Ocampo quien disponía de visitas mensuales o algunas esporádicas cuando era requerido para confesiones, entierros o matrimonios debiéndose mencionar que al retiro del Padre Ismael Valencia las obras previstas estaban casi terminadas aunque con algunos inconvenientes como era el de que al frente de la Iglesia su piso presentaba una altura de más de dos metros sin gradas o escaleras y su suelo cubierto por grandes rocas, lo cual constituía un serio peligro. Esto ocurría hacia el año de 1926.
Es dable hacer una pequeña reseña del sacerdote Arias Ocampo. Oriundo de Salento se destacó por el cumplimiento de su deber a veces rayando con la osadía. La distancia entre Colón, su asiento principal, y Génova por el camino de la Maicena y El Cinabrio era de unas cinco leguas, es decir una separación de más de veintisiete kilómetros, los que se hacían interminables por lo quebrado del terreno y los ríos y quebradas que había que vadear, recorrido que se hacía penoso en invierno. No rehuía el llamado de los genoveses, de día o de noche, en medio del polvo o del lodo, utilizando para ello un fuerte macho negro que le ofrecía seguridad y la compañía de un perro lobo, un verdadero mastín.
Mientras la ya construida iglesia que sobresalía de manera altiva por su maderamen permanecía sin sacerdote durante gran parte del año, al frente estaba el señor Alejando Gómez, quien se desempeñaba como sacristán y al que por encargo primero y por devoción después, utilizando las campanas de entonces, servía de reloj local.
Las 5:00 de la mañana, las 12:00 del día, las 6:00 de la tarde y las 8:00 de la noche eran anunciadas a diario sin que importara la inclemencia del tiempo para el habitual traslado desde su casa a la sede religiosa; el redoble lúgubre que recorría en ocasiones el poblado avisaba sobre el fallecimiento de alguno de los ciudadanos mientras el repique continuo y alegre era el anuncio del arribo al poblado del prelado Arias Ocampo.