En mi vertiginosa y trasegada existencia, he tenido momentos de enorme satisfacción con el firme convencimiento de haberlos disfrutado con acierto. Son retazos cosidos que hoy germinan con vigor en mi mente cristalina, con la trepidante fuerza que otorga el pensamiento, impulsados en un inquietante deseo de revivirlos con la misma pasión apresurada. Son instantes añejos de ansias nuevas en otrora, de ambición desenfrenada, volcados para rasgar el alma con ilusión inmensa.

Los recuerdos me llevan a un pasado de lejanas primaveras, matizados de alegrías y tristezas donde caben los espacios familiares, las juergas de amigos y las vanidades plenas condimentadas en noches de luna llena….Esas imágenes, algunas de ellas ya perdidas, me dibujan con claridad etérea la vieja y ancestral casona solariega que fue el abrigo de mis amorosos abuelos .Era amplia, acogedora y humildemente concebida para albergar en ella los rituales juveniles de quien apenas despuntaba en ideales que sólo conocieron mis amigas las cigarras .

La casa era grande, con jardines sembrados de rosales, de azucenas, de claveles de orquídeas geranios y azucenas. Era un deleite aspirar el aroma angelical de aquellas flores cuidadas con sutil esmero que adornaban los patios y senderos.

Hoy sólo queda la evidencia en las viejas y desteñidas fotos; con desazón las vemos en los álbumes de mis candorosas tías que como un tesoro otoñal guardan con celo. Allí se pueden apreciar las ingenuas poses de ellas cuando niñas aferradas a la cintura del abuelo que mostraban su indumentaria campesina. ¡Ah! Cómo me cuesta escribir estas líneas después de saber que han pasado tantos sucesos en aquel sitio. Sólo matojos, arbustos y senderos escondidos han quedado porque ya ni siquiera el altivo mandarino existe.

Pero existe el calor añorado del recuerdo que como un volcán llega a mi espíritu para decir con evocación conmovedora que gracias a Dios guardo aquel pasaje mental   para hoy con gran deleite contarles a mis hijos y quizá a mis nietos que estuve alguna vez en un paraíso donde el aire es tan puro como el agua del riachuelo que aún circunda en aquellos cafetales.  

Al entrar el visitante, era saludado por rosales acompañados de los ladridos de “gitana”, la mansa perra que vigiló con ahínco los pocos bienes que había allí en el pago. Se llegaba al vestíbulo (así llamaban mis abuelos a la sala) por un pequeño camino donde una amplia mesa de madera bien cuidada esperaba con taburetes no mullidos a trabajadores, patrones y visitantes. En esta misma, se sentaba mi abuelo haciendo el acostumbrado carrizo y moviendo sus piernas de manera acompasada , aspirando su cigarrillo “piel roja “cuando el día ya moría, a escuchar con deleite las noticias, programas musicales, recomendaciones para el campo, en un pequeño radio transistor de color blanco marca sanyo, donde también mi abuela reía con la escuelita de doña Rita o seguía paso a paso las novelas que la apasionaban, como Arandú, Kalimán, y otras que como aves pasajeras volaron de mi mente. Qué lindo hubiera sido que ellos hubiesen podido disfrutar de las comodidades que hoy nos brinda el mundo actual. Cuánto sacrificio para poder disfrutar de forma simple lo que hoy se manifiesta con solo oprimir un control a la distancia sin fatigarse. Cuanto daría para que mis nobles viejos compartieran conmigo estas maravillas que hoy gozo sin afanes. Pero queda la satisfacción que entre esas simplezas no faltó absolutamente nada.

Estaba el pequeño cuarto donde dormían los peones que llegaban ya cansados de arrancarle sudor al tajo a depositar sus cuerpos en camas de esterilla después de comer frugalmente y esmeros hoy en día los valoro con admiración y con respeto. Enseguida estaba la cocina donde pasaba mi abuela gran parte del día preparando con mística los suculentos platos con una sazón propia de ella. Creo no equivocarme al afirmar con gran decoro, que ha sido la más grande cocinera que en mi vida he conocido. Nadie como ella preparó con gran delicia el sancocho, los fríjoles y arepas para el algo, sin contar el sabroso desayuno que con devoción nos arreglaba antes de partir hacia nuestras labores de estudiantes. Recuerdo más con orgullo que con pena, el inmenso fogón de leña donde con sacrificio y abnegación continua mi abuela Pastora y mi hermana Martha les sacaban partido a aquellos trozos de madera secos que agitados en el fuego con fuerza hacían posible preparar el alimento diario. El humo se encerraba en este sitio y salía por los huecos del tejado dando la sensación de ser señales que como espirales se elevaban al cielo. No era extraño que los transeúntes observaran curiosamente aquellas nubes grises, saludando al campo.

Después estaba la pieza de los “trebejos “donde se guardaban recuerdos enquistados en el tiempo. Al entrar allí, se devolvían los años. Era un oráculo familiar este recinto. Mi abuela guardaba desde el más preciado botón de algún vestido de sus hijas cuando niñas, hasta la vieja escopeta que otrora sirvió de defensa a algún “agregado” y que descansaba ya con herrumbre y las balas desgastadas. En otro sitio estaban las fotos amarillentas que registraban los hechos familiares. Era posible ver la sonrisa de mi padre con su sombrero alado y bien galante y en otras a mi madre que, con sus vestidos largos y boleros, mostraba su hermosura de muchacha campesina. Era el altar de la familia…quien entraba debía hacerlo con reverencial asombro…pues allí el pasado se mostraba de cuerpo entero.

Por último, estaba el cuarto de mis abuelos…. Este era quizá el lugar más respetable de la casa; allí se respiraba el aire del templo más sagrado…el viejo armario que guardaba con sigilo las pertenencias y ropa  de los viejos, las paredes que dejaban ver la guitarra del tío José por todos tan querido, el altar de los santos, toda una sagrada colección benevolente donde se apreciaba el sagrado corazón de Jesús con sus manos abiertas y extendidas, la santísima trinidad venerada por mi madre abuela, el Cristo encabezando el santoral, la enorme cantidad de novenas dirigidas a una lista  bastante extensa de santos y santas que con devoción infinita antes de conciliar el sueño escuchaban sus ruegos y peticiones ….Cerca a la cama de ellos estaba la mía, donde después de hacer mis tareas con responsabilidad y entereza en un viejo pupitre hecho por mi tío Fabio, con una vela encendida que muchas veces manchó con parafina mis cuadernos ,porque aún la luz eléctrica no había llegado, y de rezar el santo rosario nos aprestábamos a dormir después de recibir la bendición protocolaria….y por último estaba la pequeña habitación de mi hermana adornada con gustos juveniles. Afiches de artistas de la época engalanaban sus paredes y era muy común su gusto por la lectura de novelas románticas que asiduamente con fervor de quinceañera coleccionaba…

Detrás de la humilde casa, una inmensa  “elda ” (secadero de café) ocupaba un gran espacio y debajo de ella, las gallinas de frondoso plumaje  buscaban acomodo acompañadas del hermoso gallo  que altivo dejaba ver sus encantos .Era un verdadero espectáculo  ver cómo  se juntaban alrededor de mi abuela cuando les llevaba el maíz para saciar el hambre…más allá estaban los demás carros destinados al secado del café en tiempos de cosecha, la razón de ser de mi familia en ese entonces, en donde se recreaba por horas mi abuelo Honorio mirando si el grano estaba ya en su “punto” para llevarlo cualquier domingo en el “jeep” de don Ángel y venderlo allá en el pueblo ( Calarcá).

A la vera del camino, había un enorme estanque donde mi mamá Pastora lavaba nuestra ropa y mi abuelo con un espejo sostenido en una guadua se afeitaba. Ya el estanque no existe, tampoco la casona….

Rememoro de igual forma aquel pozo enclavado junto al estanque de donde se extraía con enorme sacrificio el agua en tiempos de escasez. También estaba el enorme peladero con la tolva donde los trabajadores ingresaban por unas escalas reducidas llevando el producto conseguido en la jornada…ya en la noche mi abuelo y yo accionábamos un motor de gasolina “jalando “un grueso cordel varias veces hasta prenderlo y proceder a pelar el preciado fruto que con transcurrir de los días representarían la ganancia del esfuerzo.

Quiero hacer aquí entre estas líneas un homenaje sincero a aquellos jornaleros de mi infancia, héroes anónimos del cansancio cafetero que ayudaron a forjar con sus manos, sus cotizas, su sombrero y su canasto el anhelo de mis viejos…la verdad es que la memoria me juega hoy una mala pasada al tratar de recordar sus nombres, pero reverencialmente están en el recuerdo perenne y admiración sincera por lo que en mí dejaron al paso de los años. Quiero decir, su humildad, su sencillez y actitudes primarias que vivían el momento y ofrecían su modesta amistad sin pedir nada a cambio. Se conformaban tan solo con la sonrisa y el placer de ser escuchados. Así se sentían importantes y considerados al menos por algunos instantes. Su razón de ser se limitaba a arrancarle frutos a la tierra, recolectar el grano precioso, recibir la paga el día sábado y el domingo visitar los cafetines donde con ansiedad los esperaba la dama de turno para dejar el sudor de la semana entre sábanas descoloridas y deshechas, además de los pocos pesos ganados con ardor …

Era un agrado escuchar las inverosímiles leyendas de aquellos hombres humildes que al cabo del día y después de descargar su producto en el peladero previa revisión por parte de mi abuelo, se disponían al descanso de la noche.

Esos hechos se vivenciaban cuando después de las comidas   con una gran rapidez y notables actitudes picarescas contaban historias de duendes, de brujas, de muertos, de aparecidos en noches de luna llena. Recuerdo entre otros, la “llorona”, el “mohán”,” la patasola”,” la madremonte”; contaban que el diablo se sentaba en una gran piedra que se encuentra enclavada en la quebrada por donde era obligación pasar para ir a la fonda de los Valencia allá en la Granja. De “ñapa” sacaban a relucir cuentos de “cosiaca y anécdotas de sus azarosas vidas de labriegos consumados donde se mezclaban amores, pleitos y deudas justicieras ….

 Evoco con reverencia la granja silenciosa que en las tardes calurosas del hastío recorrí en medio de travesuras infantiles perdido entre cafetales, carboneros, platanales mandarinos y guaduales que se mecían al rítmico compás de la música que regalaban las aves cantarinas adornando con sus alas los caminos polvorientos sin rumbo, pedregosos, que serpenteaban en zigzag al compás de las cansadas botas campesinas cuando las tardes decían adiós a su jornada aciaga. Ese caracolí frondoso y arrogante como un faro de luz en la espesura del follaje invitaba al caminante a extasiarse con lúdico frenesí en esa quebrada que reflejaba los luceros, donde danzaban alegres los grillos, las mariposas de mil colores y se escuchaba el chirrido desolador de las chicharras, cuando la luz se estaba despidiendo para darle su lugar a la quietud de la noche diamantina.

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