Confieso que no hay época del año que más me agrade que la de la navidad. Aunque no fui de novenas ni liturgias; si fui y sigo siendo de los diablitos, de la natilla, del desamargado y de los buñuelos.
También soy de las reuniones con familiares y amigos, del colorido y de las luces. Pero sobre todo, soy del “espíritu navideño”, ese duende tierno que hace sonreír a los niños, incluyendo al niño que los adultos llevamos por dentro.
Porque, en el fondo, la navidad -para nosotros los viejos- es un viaje que hacemos cada año a la infancia, a la época en la que no albergábamos rencores y el mundo estaba abierto para los sueños. Por eso, la humanidad jamás olvidará la frase que acuñó el poeta austriaco Rainer María Rilke: “la verdadera patria del hombre es su infancia”.
La navidad no podrá acabar la guerra, ni atenuar la desigualdad; pero si ayudará a sacar el niño bondadoso que llevan por dentro hasta los más fieros y despiadados guerreros. Veamos tres historias decembrinas, vividas entre la nieve y el dolor, que lo prueban:
Conocido es el hecho de paz que ocurrió a cinco meses de iniciada la primera guerra mundial en los campos de Flandes[1], en la nochebuena de 1914. Las tropas rasas alemanas decidieron decorar sus trincheras y entonar «Stille Nacht» (Noche de Paz) y las tropas inglesas respondieron con villancicos en inglés. Lo que siguió fue fantástico: decidieron espontáneamente acordar una tregua no oficial que enalteció a la raza humana en medio del horror de la guerra.
Los combatientes intercambiaron presentes, cantaron juntos, jugaron fútbol (cuentan que el partido lo ganaron los alemanes 3 a 2) elevaron plegarias conjuntas y enterraron sus muertos.
Los que no quedaron muy contentos fueron los altos mandos militares de ambos países que amenazaron con castigos y reprocharon enfáticamente esta “bella indisciplina”.
Menos conocido pero no menos importante, ocurrió el 24 de diciembre de 1942, durante la batalla de Stalingrado[2], “la batalla que decidió la segunda guerra mundial.” Esa fue una auténtica carnicería donde el terror de la guerra llegó a límites demenciales. Con el propósito de levantarle el ánimo a la tropa soviética que estaba decaída, exhausta y hambrienta por el asedio Nazi, el gobierno decidió regalarle un concierto a su tropa.
Entre los artistas se encontraba un joven violinista llamado Mijaíl Goldstein, hermano del famoso violinista Boris Goldstein, quien después de ejecutar varias canciones rusas, prosiguió con el “Oratorio de Navidad” del alemán universal Juan Sebastián Bach.
Gracias a los altavoces, los alemanes atrincherados en las cercanías alcanzaron a escuchar la evocación del nacimiento de Jesús. Alguien desde el bando alemán elevó su voz y pidió:
«-Por favor, toquen algo más de Bach. Nosotros haremos un alto el fuego».
Goldstein siguió ejecutando a Bach con mucho entusiasmo y los disparos se silenciaron. Todos se dedicaron a escuchar, conmovidos, el concierto durante hora y media.
Alemanes y soviéticos gozaron de una nochebuena feliz pero efímera, porque después se reanudó el holocausto.
Otra historia mágica ocurrió a finales de la segunda guerra mundial, en una pequeña cabaña de la frontera belgo-alemana, un 24 de diciembre de 1945[3]. La señora Elizabeth Vincken estaba preparando el pollo de navidad, cuando tocaron la puerta tres soldados americanos, uno de ellos mal herido. Por señas le dijeron que estaban perdidos y requerían pasar la noche resguardados. Ella los acogió y le pidió a su marido que pusiera más patatas en el fuego. No bien se habían acomodado cuando volvieron a tocar la puerta. Esta vez eran dos soldados alemanes que también estaban extraviados y pidieron permiso para pasar la noche. Elizabeth les dijo que no había problema. Apenas ella los dejó entrar, les explicó que tenía otros huéspedes.
“- ¿Norteamericanos? Preguntó el alemán.
“–Si, pero es Nochebuena. No habrá disparos aquí”. –le respondió la señora Vincken.”
Les solicitó a todos que entregaran sus armas y pasaron una nochebuena inolvidable. Incluso un cabo alemán sacó una botella de vino tinto y pan negro, mientras los demás aportaban de lo poco que tenían. Uno de los alemanes que había estudiado algo de medicina, revisó la herida del soldado herido, la limpió y le cambió los vendajes. Poco después todos se habían dejado arropar por el “espíritu navideño” y olvidaron la guerra. Al otro día, el cabo alemán le entregó un mapa y una brújula a uno de los norteamericanos, y partieron cada grupo por su lado.
El 19 de enero de 1996, “Frank Vincken (el esposo de las patatas) pudo reunirse con Ralph Henry Blank. El veterano le contó que aún conservaba el mapa y la brújula que le dio el cabo alemán y que atesoraba el recuerdo de aquella Nochebuena como la más hermosa de su vida”.
Las dos guerras mundiales duraron unos pocos años. Aquí en Colombia, las guerras internas han sido tantas y tan sucesivas que, parecen una sola y eterna guerra. También en navidad, hemos tenido muchas treguas no oficiales, aunque en términos generales, a los combatientes, por lo regular, les ha tocado pasarse diciembre dándose plomo.
Por eso, en este año 2022 que apenas arranca, el quinto de la paz incompleta, formulo votos para que pronto silenciemos las armas de manera definitiva, de tal manera que ese duende tierno, hermoso y esquivo del “espíritu navideño”, se quede a vivir entre nosotros.
¡Feliz año nuevo para todos los lectores¡Que brille la estrella de paz!
[1] La Tregua de Navidad de la Primera Guerra Mundial. National Geographic, diciembre de 2014.
[2] La Tregua de Bach en Stalingrado. Enero 18 de 2018. El Pozo y el Péndulo.