La mayoría de los gobernantes de los países metropolitanos parecen asumir que los escenarios posteriores a la pandemia del covid-19 no va a inaugurar un capitalismo esencialmente diferente del actual, basado en el modelo neoliberal. En realidad, lo que se discute en estos países, no menos que en las potencias emergentes –China, en particular- es cómo satisfacer las demandas de amplios colectivos sociales que se ven afectados por la crisis económica que ya venía del año anterior y que la pandemia no ha hecho más que convertir en una pesadilla.
Como ha sido tradicional en las crisis del sistema, la ocasión servirá para introducir elevados grados de racionalización en el mundo empresarial desalojando del mercado a los menos capaces y dejando el campo libre a las grandes empresas, a las más eficaces desde la perspectiva capitalista. Ya es evidente el golpe recibido por pequeñas y medianas empresas de todos los sectores, con cifras dramáticas en el comercio y los servicios. En el fondo entonces, nada nuevo; así funciona el sistema que responde a la lógica de la supervivencia del más apto, a un darwinismo social que se manifiesta mucho más dramáticamente en situaciones como la actual. En Europa es posible que sin cambiar la esencia del actual modelo neoliberal desde el Estado se busque entregar algunas ayudas a pequeños y medianos empresarios pero parece muy dudoso que al menos a corto plazo se recupere pronto el escenario empresarial previo a la pandemia. El resultado ya se registra: altas tasas de desempleo y una reducción nada desdeñable del poder de compra de las mayorías, un escenario social y político en el cual se enfrentan ya capital y trabajo y cuyos resultados dependerán de la correlación de fuerzas que se genere en cada país.
No se conoce tampoco de iniciativas importantes de recuperación de las empresas públicas del área de la salud debilitadas o privatizadas en las anteriores décadas; la pandemia demuestra de forma dramática cómo solo un servicio público, universal y gratuito está en condiciones de hacer frente a un reto como el actual; comprueba igualmente que la iniciativa privada es incapaz de garantizar un servicio básico de salud medianamente aceptable. En Europa el neoliberalismo ha debilitado los sistemas públicos de salud, y dada las condiciones políticas del Viejo Continente, es bastante probable que los gobiernos introduzcan cambios a ese respecto. En los Estados Unidos el panorama es catastrófico, pues allí sí que la sanidad está hegemonizado por la iniciativa privada y amplios sectores carecen de este servicio elemental, un panorama que se agudiza en extremo en los países de la periferia del sistema mundial (Latinoamérica, por ejemplo). Resulta llamativo el caso de China, no solo por la disciplina de su población (algo que falta a los pueblos de cultura occidental individualista) y la capacidad efectiva de su sistema de salud, en manos del Estado.
Por supuesto que no todas las empresas salen perjudicadas. Ya se conocen las cifras de los enormes beneficios de algunas de ellas –las farmacéuticas, por ejemplo- poniendo en evidencia el inmenso poder de estos monopolios sobre los gobiernos. Nadie se explica por qué se compra masivamente la vacuna de las empresas occidentales (carísimas) y no las que producen China o Rusia que ya las utilizan con éxito para su población y las exportan masivamente a otros países (Brasil, por ejemplo). En realidad, las prevenciones sobre la efectividad de estas vacunas afectan a todos ellas, o sea que no es aceptable argumentar que las vacunas china o rusa no son fiables. La vacuna del laboratorio Pfizer, la más comprada por los gobiernos occidentales parece presentar algunos problemas; un hospital de Estados Unidos, según informes de prensa, parece que ha desistido de su uso por la reacción desfavorable de algunos vacunados. Se habla inclusive de vacunas alternativas fruto del trabajo al parecer exitoso de algunos países del llamado Tercer Mundo. Pero de ellas apenas se sabe.
La banca parece que también aumenta sus beneficios, así como otras empresas del sector salud. Pero así sucede siempre con las crisis del capitalismo y ya se produce, nuevamente, la exigencia empresarial para que se resuelvan sus problemas con fondos públicos. Los neoliberales que tanto han condenado el papel del Estado y elevado a las nubes el rol de la iniciativa privada, son ahora los primeros en solicitar que los fondos públicos les den prioridad. Es la lógica del sistema y las prácticas normales del capital. También será normal que la presión social y la movilización ciudadana consigan limitar las pérdidas a las fuerzas del trabajo y alcancen que los costes de la recuperación no caigan solamente o en mayor medida sobre los hombros de los asalariados.
Tras la superación de la pandemia no se asistirá al nacimiento de una nueva civilización, tal como pronostican algunos (para bien o para mal). Seguramente que el capitalismo continuará, obligado eso sí a introducir los cambios que la presión social consiga imponer. Pero es muy dudoso que esos cambios transformen la esencia del sistema; y es muy poco probable porque la correlación de fuerzas no es precisamente favorable a quienes aspiran a superar un sistema que la pandemia y las crisis económicas han desnudado de manera dramática. La relación del capitalismo con el impacto negativo sobre la naturaleza (y los humanos) es sin duda otro de los aspectos del problema, tal como es denunciado por la ciencia a nivel mundial. Si no se corrigen los actuales problemas, dicen los científicos, la catástrofe será inevitable y de dimensiones apocalípticas, poniendo en riego la misma sobrevivencia de la especie humana. Pero el sistema ya avanza sus propias soluciones con la esperanza de tranquilizar a la opinión y asegurarse nuevos beneficios. Las empresas energéticas impulsan iniciativas que a mediano plazo van a reemplazar el carbón, el petróleo y el gas por fuentes alternativas; los monopolios del auto ya invierten en el coche eléctrico o impulsado por hidrógeno y algunos gobiernos ya han establecido límites de cinco o diez años para sacar del mercado todo el transporte tradicional. El hyperloop, por ejemplo, –ese sistema que cambiaría totalmente el transporte ferroviario-, inicialmente avanzado por pequeñas empresas de investigación, no tardará en caer en manos de algún gran monopolio privado que esté en condiciones de construir esos túneles casi mágicos que llevarán pasajeros de Paris a Madrid en menos de una hora. ¿No sería ideal que fuera el Estado quien apostara por estos avances?
Sin duda que la pandemia permite reconocer todas las limitaciones de la gestión empresarial privada de sectores estratégicos y recuerda la importancia de su regreso al sector público. Y este será sin duda (ya lo es) uno de los aspectos centrales en el debate sobre las medidas para la reconstrucción del planeta cuando pase la pandemia. Si la movilización social es suficiente se podrán conseguir logros destacables; de lo contrario el capital seguirá hegemonizando la vida cotidiana hasta que una nueva crisis vuelva a mostrar todas las limitaciones y miserias de un sistema basado en la explotación de los seres humanos y en la destrucción de la naturaleza con tal de asegurar ganancias.