Arrierías 93

Umberto Senegal

Ni él era diestro manejando un bote de remos, ni ella tuvo jamás un hombre a su lado, en el mar. Mucho menos soportaba, él, la imagen de aquella mujer a quien alguien, hijo o amante, hermano o amigo, se le ahogó en el lugar visitado desde seis meses atrás.

Desde febrero.

Un miércoles al amanecer.

Ambos acordaron recíprocas condiciones del negocio, solicitando cada cual respetarse sus espacios desde la proa hasta la popa. Y entre ambos costados del bote construido con madera picea suave, para remos de cucharas anchas.

Ella exigió darle vuelta completa al islote cada tres días.

“De acuerdo, señora, pero si balbuceo alguna canción, usted no hará dúo. Ni preguntará por qué esa tonada y no otra”.

Si él llamaba en voz alta a los cigarrones de mar que por allí abundaban, “usted jamás intentará imitarme, señora”.

“No tengo inconveniente”, repuso esta.

La mujer exigió al remero ayudarle a encontrar cualquier despojo de un ahogado imaginario.

“Un zapato, puede ser un zapato, pero en particular prefiero si ve una boina verde”, enfatizó la mujer.

Tres horas tardaban circunvalando el islote.

Paisaje yermo y frío a 700 metros de la playa.

Navegaban sin prisa, desde las cuatro de la tarde hasta las siete de la noche.

Ella llegaba siempre vestida de blanco.

Mujer moldeada en neblina.

Neblina convertida en mujer sobre el bote. 

Alguien que observara desde la playa, podría confundirla con algún espectro marino.

 “Deténgase aquí”, ordenaba mirando sonámbula cualquier punto del agua, “ahí fue…”, conversaba consigo misma, como si nadie más hubiera en el bote. “Ahí no fue”, rectificaba al momento.

El remero solo escuchaba la rara melodía del agua zarandeando los remos.

Con ligera preocupación, aconsejaba a la mujer: “Señora, no se incline tanto”, al verla hincarse para recoger agua en el cuenco de sus manos.

Los cormoranes anunciaban la hora del regreso al buscar sus nidos por escondrijos del islote.

Y entonces, ambos siempre puntuales, regresaban al lugar de partida.

“Adiós”, se decían juntos sin esperar respuestas, alejándose en direcciones contrarias.

Un día, sin explicaciones, bajo relente lluvia la mujer subió desnuda al bote. Como si la viera recubierta con otro blanco, desnuda le pareció al remero más real que con sus prendas habituales.

Para no desfigurar confesiones del mar ni secretos del oleaje acariciando el bote, acordaron no entristecerse el uno al otro con preguntas.

El hombre asumió su rutina: remar en silencio, remar sin prisa.

Tratar de ver por allí flotando una boina de cualquier color.

Darle siempre la vuelta al islote durante el tiempo acordado.

Cuando llegó a la playa, con tres horas de retardo, dos amigos lo esperaban ansiosos.

“Creímos que te había sucedido algo”, dijo uno.

“No es prudente en estos días navegar solo bajo la lluvia”, puntualizó el otro. “Conozco bien la ruta. Vamos a tomarnos unos vinos. Mi bote resiste todo tipo de tempestades. Soy mar, soy solo mar, soy mar total en presente”.

Ninguno de ellos vio el bote arrastrado mar adentro por el oleaje.

Del libro de cuentos, inédito, Mientras Borges duerme

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