Es fácil dejarse seducir por la ilusión según la cual Trump constituye el problema central de los Estados Unidos, algo que la nueva administración de Biden ha de resolver cuando asuma el gobierno esta semana. Pero esta idea es solo un mecanismo tranquilizador vendido por los medios de comunicación. En realidad Trump no es más que la expresión coyuntural de una crisis profunda que afecta al sistema capitalista mundial, y de modo particular a los Estados Unidos tras perder irremediablemente su rol como poder hegemónico en el planeta.

Los problemas internos existen desde la misma formación de Estados Unidos como nación. Basta recordar cómo la “primera democracia del mundo” nace con la ominosa carga de la esclavitud, el exterminio de los nativos y la explotación infame de los millones de inmigrantes venidos de todo el mundo seducidos por el “sueño americano”. Ciertamente que la esclavitud fue abolida pero la discriminación de la población negra se mantiene en múltiples formas, tal como sucede con los inmigrantes. La democracia solo funciona más o menos con plenitud para un porcentaje menor de la población (blancos y asimilados); las formas modernas de Estado del Bienestar que en el capitalismo avanzado han sido la manifestación más progresista del sistema nunca han sido aquí universales; en realidad Trump solo intensifica la línea marcada por todos los gobernantes anteriores. No sorprende entonces que en aspectos como la salud, la justicia o la participación electoral la sociedad estadounidense parece más cercana a naciones periféricas que a los modelos del capitalismo avanzado.

En efecto, durante la gestión de Trump no hay ni una sola medida que tienda a disminuir los problemas que aquejan a las clases laboriosas; en lo fundamental se ha gobernado para favorecer al gran capital, eso sí, en medio de una campaña demagógica de xenofobia, racismo y de diversas formas de fundamentalismo religioso y “patriótico” que en tantos aspectos se asemeja a las campañas del fascismo tradicional. Trump no ha hecho más que agudizar problemas previamente existentes pero sin aportar soluciones reales. Dice muy poco de la cultura política de este país que sean tan significativas las fuerzas sociales que apoyan este discurso. Pero todo indicaría que el gran capital (al menos mayoritariamente) abandona a un Trump  que resultó útil en una cierta coyuntura pero que, cumplido su papel debe ser desplazado, al menos por el momento. Esa extrema derecha podría llegar a ser nuevamente necesaria y no debe descartarse –desde esta perspectiva- que un sector no desdeñable del partido republicano y sectores afines de la extrema derecha formen un nuevo partido de corte fascista; bases sociales y financiación no les faltan. Como siempre, para el gran capital esa constituye una  reserva para utilizar en un caso extremo, tal como sucedió con Hitler en Alemania. Y no es solo un problema de Estados Unidos; el resurgir del fascismo se produce también en Europa con manifestaciones sociales y políticas que recuerdan el  pasado y en algunos aspectos reproduciendo características propias de las democracias de pacotilla del mundo periférico. El asalto al Parlamento en Washington es una buena muestra de ello; no se ha producido por azar y sugiere como probable que la actual democracia burguesa del mundo rico se transforme en un nuevo régimen que anule todos los principios del régimen liberal.

¿Cuáles son las posibilidades de la nueva administración de Biden? Además de algunas medidas de alivio para reducir las tensiones sociales internas mantendrá en lo fundamental el actual modelo de sociedad, el mismo que ha hecho pasible a Trump; el nuevo mandatario ni siquiera va a impulsar medidas que lleve a la sociedad estadounidense a formas similares al tradicional Estado del Bienestar europeo (en parte ya desmantelado por las políticas neoliberales); no se hará nada que se acerque a las propuestas del demócrata Sander, aislado y sacrificado en favor de Biden; el gran capital no parece dispuesto a fomentar nada pueda parecerse a algún tipo de “socialismo”.

Si en el orden interno es poco o nada nuevo lo que se puede esperar ¿qué sucede en la política exterior de la otrora única potencia hegemónica? En el plano externo el reto es inmenso para la nueva administración. Trump fracasó estruendosamente en su objetivo de hacer  realidad su propuesta del “América first” para intentar recuperar la hegemonía mundial perdida, pues a la competencia cada vez más clara de sus aliados tradicionales (europeos y japoneses) hay que unir ahora la vigorosa  competencia con nuevas potencias mundiales; China en particular. En el actual complicado entramado de las relaciones internacionales el intento de imponer a la fuerza la hegemonía de Washington en el mundo ya resulta imposible; el camino más sensato es negociar con el resto de potencias para conseguir las mayores ventajas en la competencia por materias primas, mercados y zonas de influencia. Biden no puede ir más lejos.

El monopolio nuclear se rompió hace tiempo y hasta países de media o baja potencia se han armado con bombas atómicas obligando a revisar los sueños imperialistas de las potencias que desean imponer sus intereses acudiendo a esa amenaza; por supuesto que Estados Unidos puede usar esas armas contra quien ose no acatar sus órdenes; pero el precio es demasiado alto y solo un loco podría hacer caso omiso de esta realidad. Por otra parte la complejidad actual de esas relaciones permite a países como Cuba o Venezuela, Irán o Corea del Norte ejercer con bastante plenitud su soberanía nacional sin someterse al chantaje de Washington (inclusive sin tener armas atómicas). Por eso las consignas de Trump son, en el fondo, pura demagogia y dejan a Biden la dura tarea de intentar avanzar en una negociación mundial que desemboque en alguna forma de armonía entre las naciones (por inestable que resulte), o lo que es lo mismo, que empiece por reconocer que Estados Unidos ya no es ni será de nuevo el amo del mundo.

Biden tiene que intentar rehacer las relaciones con los aliados tradicionales de Estados Unidos y sobre todo establecerlas con las nuevas potencias, pero muy lejos del sueño irrealizable de la “América First”; tiene además que considerar con enfoques nuevos las relaciones con Latinoamérica y el Caribe; Cuba, en primer lugar. La presencia nada desdeñable en el continente americano del capital europeo y japonés y la aparición decisiva de China, Rusia, Irán o Turquía dan a los gobiernos de esta región del mundo un margen muy importante para rehacer sus relaciones con Washington, para superar su condición de “patio trasero” del imperio y poder hacer efectivo en mayor o menor medida el ejercicio de la soberanía nacional (si es que tal propósito existe). Seguramente que la inercia en estas relaciones se va a imponer en los primeros momentos pero no deben descartarse escenarios diferentes que obliguen a Biden a rehacer esa idea imperialista de “américa para los americanos”; podría comenzar por revocar las medidas de todos los gobiernos anteriores (no solo de Trump) contra Cuba y Venezuela y, en el mejor de los escenarios, superar las formas más groseras de agresión que desde siempre se han utilizado contra estos dos países. Cuba pudo soportar exitosamente el bloqueo, primero por la ayuda del Campo Socialista y, terminado éste, precisamente por las ventajas  que ofrece la nueva correlación mundial de fuerzas; ya no es omnímodo el poder de Washington y lo que vale para Cuba vale para el resto del continente si los respectivos gobiernos tienen como objetivo hacer real la soberanía nacional. Por supuesto, que la fuerza decisiva que en última instancia determina la posibilidad de ejercer plenamente la soberanía reside en la población misma. Cuba es el mejor ejemplo de ello.

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