Juan Diego García

El covid-19 desata una crisis de enormes dimensiones que incrementa la que ya venía incubándose desde el año pasado. Si la reiteración de las crisis económicas comprobó que el discurso neoliberal resultaba falso en un asunto tan decisivo como este (la más reciente crisis en 2008) la actual pandemia permite comprobar cómo las políticas neoliberales que han desmantelado el Estado del Bienestar en el mundo rico y anulado casi por completo las tenues formas de democracia y reforma en la periferia del sistema se traducen en las enormes limitaciones que tienen tantos gobiernos para hacer frente al reto. El neoliberalismo ha sido un golpe muy duro a  la legitimidad de los gobernantes.

La drástica reducción del papel central de Estado como ordenador de la economía y la casi plena libertad del capital para hegemonizar en las relaciones laborales hacen temer que en la asignación de los sacrificios que impone la recuperación tras la pandemia el mundo del trabajo (el nuevo proletariado y las demás clases laboriosas, incluyendo mediana y pequeña propiedad) asumirán la parte más dura mientras que el gran capital sacará pingües beneficios (ya los está cosechando). La correlación local de fuerzas sociales y políticas matizará esos resultados: allí en donde el mundo sindical y de la izquierda tengan cierta solidez lo más probable es que las cargas se distribuyan de manera más equilibrada; lo contrario se va a producir allí en donde la derecha política y sobre todo el gran capital ejercen una dura hegemonía.

La pandemia muestra que otro de los fundamentos el discurso neoliberal no es más que un recurso ideológico destinado a legitimar determinados intereses, en este caso, sobre todo del gran capital. En efecto, la iniciativa privada, tan beneficiada por las políticas neoliberales en detrimento de lo público mediante las privatizaciones de un sector clave como la salud, deja a las mayorías sociales casi indefensas frente a los retos sanitarios que trae consigo el covid-19. Cualquiera puede comprobar cómo en aquellas naciones en donde el sistema público de salud mantiene cierta solidez (aunque muy reducida si se las compara con el modelo clásico de Estado de Bienestar del pasado) la atención a la población afectada funciona relativamente bien mientras es un drama de dimensiones colosales allí donde esos servicios públicos están reducidos a mínimos como sucede en Estados Unidos, o donde prácticamente no existen como sucede en países de la periferia del sistema (Brasil, Colombia o Perú, por ejemplo).

La conclusión es obvia: cuestiones claves como la salud, la educación y los servicios sociales (que incluye el régimen de pensiones) no pueden funcionar con la lógica del beneficio empresarial. Para que sean efectivos deben atenerse a principios de solidaridad social, ajenos a las consideraciones inmediatas del empresario; y es así porque tener una población sana y debidamente formada interesa a toda la colectividad nacional (también a los capitalistas como clase y no necesariamente a un empresario individual).

La fortaleza del Estado es otro de los factores claves en la gestión de la pandemia. Su ordenamiento moderno y eficaz  permite a los gobernantes llevar a cabo adecuadamente las medidas indispensables. Pero ser moderno y eficaz supone igualmente haber alcanzado unos niveles razonables de participación ciudadana y de democracia en general; o sea, tener el grado suficiente de legitimidad que solo nace del beneplácito de las mayorías sociales. El Estado debe no solo llamar a la responsabilidad ciudadana para confinarse; debe garantizar al mismo tiempo la atención sanitaria y el sustento material de la población confinada. Llama a la reflexión cómo se ha gestionado la pandemia en  China, Cuba o Venezuela. En China resulta obvio que la inmensa mayoría de la población está conforme con las autoridades que la gobiernan y eso explicaría que se haya respondido masiva y ordenadamente a las indicaciones oficiales sin que se registren rechazos tan dramáticos como sucede en Estados Unidos u otros países desarrollados en los cuales resulta tan complicado armonizar las decisiones oficiales con los comportamientos de la ciudadanía. El caso de muchos países de América Latina, por ejemplo, comprueba de forma categórica el divorcio entre las autoridades y la mayoría social, y explicaría la masiva desobediencia ciudadana. Chile está incendiado; Colombia no menos.

En el caso de Cuba probaría que ese vínculo fluido entre autoridades y población funciona satisfactoriamente pues la gente cuenta con un sistema de salud pública eficaz y con un racionamiento que cubre sus necesidades básicas, a pesar de las enormes limitaciones materiales existentes, fruto sobre todo del bloqueo estadounidense, inhumano y como tal condenado de forma reiterada por la ONU. En el caso de Venezuela resulta criminal que Londres haya negado a Maduro utilizar el oro venezolano guardado en el banco central en Londres para pagar alimentos y sobre todo medicamentos destinados a combatir la pandemia, cuando Caracas renunciaba a la gestión de esos fondos y los cedía a la ONU; un baldón más para las autoridades británicas que mantienen así su vergonzosa tradición de potencia colonial.

Resulta entonces justificado debatir sobre la pertinencia de mantener el modelo neoliberal, de reformarlo o simplemente de descartarlo definitivamente como un engaño más del gran capital convertido en tragedia para las mayorías sociales del planeta. Todas las promesas de ese discurso que anunciaba un mundo feliz tras la caída del socialismo se vienen abajo no solo por la reiteración de las crisis cíclicas del sistema sino porque el resultado ha sido una mayor y desmedida concentración de la riqueza, una pérdida considerable de legitimidad del orden social capitalista (con el preocupante resurgimiento del fascismo) y cuadros de pobreza y hasta de miseria en los mismos centros metropolitanos; el cuadro en la periferia es aún peor.

La pandemia solo viene a desnudar esta situación, a poner en su sitio de la forma más dramática todas las limitaciones y debilidades del sistema. Pero si las fuerzas sociales del trabajo no consiguen generar una correlación de fuerzas suficiente el gran capital (nacional e internacional) impondrá  sus soluciones que van desde moderar el conjunto de factores que hacen funcionar el sistema en la actualidad o intensificarlas. En el mejor de los casos se puede conseguir que se introduzcan algunos cambios (¿un nuevo keynesianismo?); pero no sería prudente descartar el empeoramiento de las condiciones que tienen que soportar las mayorías. Parece aún lejano aunque no carente de realismo proponer y buscar el desmantelamiento del actual orden de cosas y construir otro esencialmente diferente. Puede que el camino de las reformas parciales ayude en ese avance, aunque a juzgar por la experiencia más que superar la esencia del sistema las reformas se han convertido en un alivio decisivo para el capitalismo.

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