Arrierías 93
Manuel Tiberio Bermúdez
A su recuerdo, Doña Matilde Téllez.
Hay personas que dejan hondas huellas de su paso por la vida. Siembran en quienes le rodean afecto, solidaridad, recuerdos que se vuelven perennes.
Digo esto porque falleció en Caicedonia una gran mujer: Ana Matilde Téllez de Pinzón. Había llegado a este municipio muchos años atrás. Cuando para ir a las fincas de los alrededores había que andar en «bestias», como ella las nombraba.
Vino con Doroteo Pinzón, un hombre tan discreto que nadie notó su paso por la vida. Era un trabajador y un devoto de su familia. Tuvieron 10 hijos. Él y Ana Matilde los criaron con esmero, tesón y amor. Ese amor no se manifestaba en arrumacos, sino en velar por el bienestar de la prole, día a día, minuto a minuto.
Ana Matilde amaba su tierra, una pequeña finca en Burila. La habían comprado tras muchas luchas por tener una propiedad. La amaba, no con la pasión del avaro, sino con la ternura de quien hace de su terruño el sitio en el que tiene cobijo la familia: la propia y el que llega buscando abrigo, una mano tendida. “Una aguapanelita para calmar la sed”.
Todos le llamábamos «Doña Matilde», no porque ella pusiera barreras o tuviera pretensiones de nada. Era el respeto por un ser especial que inspiraba aprecio, pero también acatamiento.
Vivía feliz en su propiedad. La recuerdo, ya mayor, cuando los hijos tomaron sus caminos. Se sentaba en el corredor, mirando la carretera. Esperaba a Fabiolita, a Lilianita, a Cielito, a mi «muchacha» Ofelia, o a cualquiera de los muchachos. Porque sus hijos e hijas siempre fueron “mis muchachos y mis muchachas”. No importaba que ya tuvieran hijos y que fueran lo que llamamos “mayores de edad”. Nada cambiaba en ella la ternura que tenía en su alma para todos.
Era su casa el sitio donde uno se sentía bien. Donde uno se sentía parte de la familia. A quien ella enseñó la solidaridad, la atención y la formalidad hacia quienes llegaban.
Sentarse con ella a conversar era tener el privilegio de escuchar historias añejas de verdad. No de las de ayer ni de anteayer. Eran historias que caminaban en el tiempo ido. A sus 106 años, vio y guardó en su memoria momentos inolvidables. Sucesos vividos que contaba con gracia, y una memoria sin muros que atajaran las evocaciones.
Escuchándola, el tiempo se hacía corto, pasaba suave como una caricia del viento. Compartía las historias con afecto, sin alardes ni presunción. Solo se iba deslizando en un viaje hacia las orillas de ese ayer del que solo ella era dueña. Y las iba contando sin apuros, pausada. Quería llenarnos el alma de ese mundo que solo a ella pertenecía. Lo compartía para que supiéramos que su vida fue intensa y variada. Para decirnos que se vive 106 años para que el mundo recuerde que por algún camino, anduvo un ser maravilloso que amaba la vida y la vivió a su manera.
En la velación, se sintió la tristeza que causa en nosotros la muerte, esa segadora invencible. Se contaron anécdotas e historias de agradecimiento que muchos no conocían. Pero, sobre todo, se homenajeó a quien, sin aspavientos, dejó un pequeño recuerdo y un dolorcito en el alma de todos, en un lugar que duele y no podemos definir.
Muchos de la familia, si no todos, nos quedamos con una anécdota muy especial. Era como su sello para quien llegaba. Ya en cama, al ir a visitarla, tras las preguntas de rigor por su salud, ella decía en voz baja, para que nadie escuchara:
—¿Ya le dieron alguna cosita? —E inmediatamente agregaba. —Vaya, busque en la cocina a ver qué encuentra.
Mucho más era doña Matilde, la mujer que acaba de dejarnos. Se nos adelantó en este viaje que todos debemos emprender, pero que siempre nos conmociona y nos hace evocar a León de Greiff.
¡Señora Muerte que se va llevando
todo lo bueno que en nosotros topa!
Solos —en un rincón— vamos quedando.