Arrierías 84.

Luis Carlos Vélez

Una tarde, en que limpiaba los libros de mi padre, en uno de ellos encontré la foto de una muchacha hermosa. Pensé en una novia de su juventud; me llevé una sorpresa cuando le pregunté quién era y dijo:

Juanita, ella era mi madre…

Cuéntame algo de mi abuelita…

Su rostro se ensombreció y supe que le dolía el alma con cada palabra…

Según mi padre, cuando sucedió, yo no había nacido:

Crecí convencido de que mi madre y mi hermanito habían muerto a causa de un parto mal atendido, dijo.

Cincuenta años después, su tía Ismenia viajó desde su tierra, Cunday, a conversar con Lucas, mi padre.

Me crié en casa de una hermana de mi papá, continuó; mi madre venía de visita con frecuencia a la casa de mi tía, y se marchaba triste. Recuerdo que acostumbraba pararme frente al almacén donde ella trabajaba para verla:

¡Qué hermosa era mi madre! De cabello castaño, cejas como las de Frida Kalhó. Pero lo que había en el color de sus ojos… Simpática y elegante. Tenía ocho años cuando viajé con la familia de la mi tía paterna a vivir a Cali, y cada dos o tres meses venía con ella de paseo por Armenia y yo repartía mi tiempo entre la casa de mi papá, mi tío Manuel y mi madre. Mis padres estaban separados.

A finales de agosto de 1960 fui a casa de mi madre y estaba en su cama. En mi última visita de dos semanas noté que visitaba al médico con frecuencia, pero no decía qué le pasaba. Me llamó al borde de su cama y me miraba a la cara. No me decía nada, sólo me miraba en silencio, y yo me entretenía en mirar que usaba labiales de color suave, y su lunar pequeño como un puntico en la mejilla izquierda. Pero lo que había en el color de sus ojos y que nunca vi antes en otros ojos, ni volvería ver en nadie… Largo rato estuvimos en silencio, hasta que me dijo que llevara a lavar el vestido negro (su regalo para mi primera comunión) a la lavandería Bermul…

Lo llevé, guardé el recibo y no volví a su casa. A la espera del día para reclamar el vestido, entretuve mis días en jugar con mis primos, y visitar a mi barra de amigos de infancia.

Llegada la fecha, en la casa de mi papá madrugué y tomé rumbo a la de mi mamá para recordarle que era el día de ir a la lavandería… y recuerdo que mientras caminaba, pensaba en lo limpio que estaría mi vestido negro, en las veces que ella me llevaba café con leche y tostadas untadas de mantequilla, se recostaba en mi cama y me contaba historias para hacerme dormir y que hoy no las recuerdo.

Recorrí en línea recta las veinte cuadras hasta llegar a la esquina de la carrera diez y nueve con calle treinta y al doblar para llegar a su casa ubicada en la carrera veinte, y cuando faltaban dos cuadras, a la distancia, observé a varias personas paradas frente a la puerta. A  media cuadra ya me miraban. Continué avanzando extrañado.

Había muchas recostadas en el postigo de la puerta y, algunas al verme llegar se apartaron…No recuerdo lo que decían. Alguien me tomó de la mano y abriéndose paso me llevó hasta la sala…

No quise romper el silencio, tampoco escuchar lo que vio Lucas mi padre, al entrar.

Confundido, llorando y sintiendo que mi corazón no resistía, hasta estrujé a la gente para escapar, y corrí, quería llegar rápido a la peluquería donde trabajaba mi papá, enseguida del café Reno-Bar, en la carrera diez y ocho con veinte, para contarle.

Me dijo que no podía ser, que estaba soñando, y confundidos, corrimos a corroborar la muerte de mi madre…”.

Lucas, mi padre, a veces se agachaba, me miraba y haciendo un gran esfuerzo prosiguió:

“…mi tía y mi abuela materna se pelearon. Repartieron entre ellas lo que mi mamá dejó. Tuvieron discusiones, alegaban a cada rato y por cualquier cosa ante albacea encargado. Después de todo, mi abuela regresó a su tierra, y se olvidó de mí. Envejecí creyendo que mi madre presentía la muerte, y por eso mandó lavar mi vestido negro…

Cincuenta años después, mi tía Ismenia vino de visita y le dije que la vida de todos es como un rompecabezas, y al mío le faltaba piezas para terminar de armarlo; que tenía muchas preguntas y esperaba que me contara la verdad de lo que pasó con mi madre.

Una tarde, camino a casa, un hombre intentó atracarla, dijo. Dos personas lo evitaron y la acompañaron hasta su casa… Ella empezó a sentirse mal. Tres días después fue a urgencias y pidió al médico que le explicara por qué sentía el estómago frío. Le respondió que su embarazo iba “muy bien” y la devolvió para la casa. Esa misma noche empeoró y tuvo que regresar a urgencias. El médico de turno descubrió que su hermanito, mi sobrino, había muerto el mismo día del atraco.

Quienes conocieron la verdad, callaron en su momento, pues yo tenía ocho años, y estaba seguro de lo que decía mi papá: El descuido del médico que atendía su embarazo causó la muerte de Elvira Rosa por gangrena. Ella tenía veintitrés años…

Fue necesario medio siglo para descubrir el motivo para mandarme a lavar mi vestido negro: No la presentía, sabía la proximidad de su muerte… Cuando me cogieron de la mano me llevaron al centro de la sala donde estaba el ataúd de mi madre, abrieron la tapa y la vi como dormida, y había un ataúd abajo, entre sus pies, y una señora dijo:

Es el niño recién nacido de una vecina. Se le murió y dieron permiso para enterrarlo con su mamá…

Juanita, ahí fue cuando corrí a buscar a mi papá… Por herencia recibí un calabacito que tenía pintado un paisaje tropical donde aparecían una palma negra, un bohío lejano, y una mujer bailando con una canastilla de frutas en la cabeza, y además, una llantica que regalaba Goodyear como publicidad. Todo eso se perdió, se envolató, pero no lo extraño… todavía me cuesta aceptar que nunca más veré tanto, tanto amor en sus ojos verde oscuro…

Mi padre se agachó a sollozar y dijo: Hija, Juanita, ¿qué más quieres saber?

No pude contestar… Juré nunca más hablarle de mi abuela, y lo abracé y, por mucho rato, lloré con él.

Agosto 23 de 1969

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