Arrierías 82

Por: Mario Ramírez Monard

“Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida/, tengo miedo de las noches que pobladas de recuerdos encadenan mi soñar/, pero el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar/ y aunque el olvido que todo destruye haya matado mi vieja ilusión/, guardo escondida una esperanza humilde, que es toda la fortuna de mi corazón”. VOLVER, tango. Le Pera-Gardel

Abiertamente lo confieso. Tengo una nostalgia infinita que, día tras día, la alimento a través de los recuerdos, bellos recuerdos de mi niñez, de mi entorno familiar, de mis amigos, de andar las calles de mi pueblo en juegos infantiles o en recorridos incógnitos mirando, observando y poniendo a volar mi imaginación con bellas chicas que me aventajaban en edad; seres humanos inalcanzables pero que estaban en mi mente y nadie, absolutamente nadie podía quitármelos. Estaban ahí, en silencio y les dedicaba canciones, poemas y elaboraba frases bellas que jamás dije por temor, por esa infantil inseguridad que nos llevaba a la torpeza y a que mis padres adivinaran mis pensamientos. La timidez me impedía expresar todo lo que sentía y mi refugio estaba en las letras de las canciones que mi madre con su bella voz entonaba mientras planchaba ropas o cocinaba y yo, extasiado, le oía con reverencia y mucho amor.

Canicas, la rueda de hule o llantas recortadas para que pudieran girar rodando por el barro, en aquellas calles de Caicedonia sin pavimentar, la mayoría. Jugábamos al escondite, la lleva lleva, la guerra con captura de los más lentos y las penitencias que imponíamos. Éramos niños con mentes abiertas quienes, para descansar en medio de las risas, nos acostábamos a mirar el cielo en aquellos atardeceres venturosos de un pueblo ensoñador, arriero, trabajador y bueno. Eso éramos.

Poco a poco mi cerebro iba acumulando letras de canciones que permanentemente escuchaba en los altavoces de los cuatro cafés que guardiaban con su bella música nuestra pequeña casa ubicada en el centro de la cuadra, cerca al famoso teatro Aladino. Allí, Héctor Osorio, el dueño del espectáculo teatral, con su bella voz y un fraseo inconfundible alegraba las noches hablando de música, explicando las canciones y, a su vez, promocionaba las películas de moda con la frase “el teatro Aladino, en espectáculos lo mejor” y era cierto. Por su escenario desfilaban grandes cantantes, los más populares de la época, de aquella época inolvidable del tango, el bolero y la música para recordar. Por eso mi afición a la música, por esos mensajes expresados en letras de verdaderos poetas a diferencia de los esperpentos que se cantan hoy en día a través de sonsonetes inmamables. Las orquestas, famosas todas, acompañaban lindas voces y se rasgaban las cuerdas de guitarras con canciones inolvidables: “En la multitud busco los ojos que me hicieron tan feliz y no puedo hallar en otros labios la ilusión que ya perdí…” cantaban armoniosamente los Panchos y luego Corsini, el grande, el inolvidable tenor italiano que llegó niño a la Argentina y quien dejó en mi cerebro rodando constantemente como una noria una de sus icónicas canciones: “En la tarde que en sombras se moría, buenamente nos dimos el adiós/ mi tristeza profunda no veía que al marcharte sonreíamos los dos….”, al gran Gardel, mi ídolo y el de mi padre en “Caminito que el tiempo ha borrado, que juntos un día nos viste pasar, he venido por última vez, he venido a contarte mi mal”; al Gran Alberto Gómez con “Ahora no me conocés, me borro tu ingratitud/, aunque dejes mi alma trunca, no podrás olvidar nunca lo del nuestra juventud”, canción esta que hacía llorar a Edison Díaz, mi amigo, el famoso Mano e mica. Oír a Tito Rodríguez en una de sus icónicas canciones “En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse” o cerrar los ojos para escuchar la voz de quien he considerado el mejor intérprete del bolero Fernando Albuerne, cubano de prodigiosa voz con “ya que te vas y me dejas con este gran dolor”, en fin, volver a la música, la verdadera, la del sentimiento.

Quiero volver a mi pupitre del colegio Bolivariano a mi gran mundo de recuerdos, con mi amigo Belisario Marín de quien disfrutaba sus anécdotas y sus fantasías viajeras; escuchar a mis profesores Parra, Zapata, don Dionisio, Ricardo Escobar, Alfonso Cardona, Jorge Guarín, entre otros, quienes, sin títulos rimbombantes, pero con gran experiencia docente y técnicas de enseñanza efectivas aprendidas en su andar como maestros nos llevaban magistralmente por el mundo del conocimiento. Hombres decentes que amaban ser maestros y día tras día querían ser mejores formando ciudadanos, hombres de bien.

Quiero volver a estar en la mesa de mi casa en reunión obligada en comedor donde se contaban las peripecias del día y mis padres allí impartiendo principios, valores, formando en ética y respeto por lo demás. Mi padre, mi inolvidable padre un ser humano sencillo pero profundo en sus enseñanzas para la sobrevivencia con respeto y reconocimiento de los demás, sin discriminación. De él aprendí su agnosticismo total sin imposiciones, sin la obligación de seguir unos principios religiosos determinados. Recuerdo aun cuando cierta vez sacó un pequeño libro donde tenía una frase subrayada perteneciente a Zalamea Borda en El Sueño de las Escalinatas: “la religión fue ideada por los poderosos para disimular el hambre de los humildes”. Qué gran verdad.

Eran los tiempos de grandes hombres en mi pueblo, seres humanos de gran dimensión cívica, sin politiquería haciendo empresa: Don Ernesto Arbeláez, don Neno Gallón, Don Marco Emilio Ocampo, Don Marciano Ocampo, don Manuel Manrique, muchos de ellos que llegaron en caravanas de arrierías a tumbar monte, a formar familia, a dar ejemplo de convivencia y respeto; seres que jamás hicieron de la violencia una forma de enriquecimiento. Tiempos donde este pequeño pueblo cafetero era una verdadera atracción para comerciantes, finqueros, compradores de café como los Urrea, Emilio Yepes, y muchos más que montaban pequeñas empresas con base en la honradez y la decencia, donde se respetaban las creencias.

Tiempos donde primaba el civismo y los principios éticos eran inviolables aun dentro de las diferencias políticas. Se respetaba. Al concejo municipal llegaban verdaderos líderes y éramos un pueblo feliz, campesino, sí, campesinos de alma buena hasta cuando llegaron los violentos, de ambos partidos y desplazaron a los buenos. Venían de otras tierras y envenenaron nuestra tierra y el alma de los nuestros.

Como diría el poeta pampero, he sido un galopeador contra el viento y mis disquisiciones de un mundo mejor, el anterior, son producto de mis locas fantasías y, sí, es una locura tratar de regresar a un imposible, aún así, quiero volver a ser lo que éramos, sí,  …¡quiero volver!

POST SCRIPTUM

Si en Caicedonia tuviéramos clara conciencia del significado de la palabra raigambre, sentido de pertenencia, recuperaríamos esa grandeza cívica y de trabajo que siempre tuvieron nuestros mayores y que perdimos porque nos usurparon los violentos, los politiqueros. Seguro, estaríamos dirigidos por los mejores pero….

Fotos Jorge Mendoza.

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