¿Rezan los suicidas antes de marcharse?
Alguno dirá: “Confieso ante Dios Todopoderoso,
y ante ustedes hermanos, que he pecado mucho
de pensamiento, palabra, obra y omisión”.
Tal vez ninguna oración acompaña a nadie
en el lugar y el momento donde se suicida.
Sin reproches ni oraciones,
sin dejar carta,
don Reinaldo el barbero, que por las tardes caminaba
descalzo sobre hojas secas del parque,
se suicidó, arrojándose desde el campanario.
Cinco días después,
se suicidaron los cuatro frondosos arrayanes
que rodeaban la iglesia.
Ángelus sin sombras de árboles.
La semana siguiente, fueron las dos vacas
del viejo Artemio Gutiérrez, dueño del único violín
en el Pueblo. Bajo la bailarina sombra de los arrayanes,
Artemio todos los domingos interpretaba
La Primavera de Stravinski.
Aunque por este Pueblo nunca pasan primaveras.
No explicaré, por respeto al violín roto
y a la memoria de Stravinski,
cómo se suicidó Artemio, pero todos en el Pueblo
lo saben y usted puede imaginarlo.
Un mes más tarde, creo que era junio,
pienso que era julio, tan idénticos ambos,
lanzándose en grupo
al estanque de doña Herminia,
se suicidaron los conejos. Desde niña, Herminia enlaza
sus dos trenzas con crin de caballo.
Una de ellas es blanca como la nieve,
que tampoco existe en este Pueblo.
Los hombres, mirándose entre ellos
a la espera del próximo suicida, se preguntan
siempre confiados en que nadie responda:
¿Elena, la modista?
Elena que siempre canta en voz alta el bolero de Roberto Ledesma:
“camino del puente me iré a tirar tu cariño al río, mirar como cae al vacío
y se lo lleva la corriente”.
¿O Ricardo, el carnicero?
Ricardo asegura que las ventas mejoran cuando su esposa Mariana afila los cuchillos.
¿O Ligia, la chancera?
Ligia colecciona llaveros y tiene un perro san Bernardo llamado Llavero.
¿O Roberto, el sastre?
Roberto cuando bebe cerveza, repite que no cree en Dios porque su abuelo golpeaba en la espalda, con un palustre, a su abuela Trilcelena.
¿O Jorge Julio, el notario?
Jorge desde cuando tenía 16 años fuma y mastica tabacos baratos.
¿O Elías Alberto, el poeta?
¿O Genaro, el profesor?
¿O Inés, la pálida florista?
Inés Rodríguez destroza papeles con sus dedos y sus dientes, arroja los fragmentos al aire y a veces
contra el rostro de personas que pasan por su lado, gritando ebria que son mariposas malas, muy malas.
Y aunque los hombres del Pueblo
elaboran una extensa lista de personas
que posiblemente quieran o deban suicidarse,
porque la soledad y la angustia, la ansiedad
y la falta de amor les crecen descontroladas como ortigas,
ninguno de ellos se suicida.
El siguiente suicida fue el trigal de Eudoro Pinzón.
Su fecundo trigal debió suicidarse durante la lluviosa noche.
Había luna de sangre ungiendo los cielos.
Esa mañana, una sola espiga amaneció erguida.
Y cuando los jardines se quedaron sin girasoles,
porque estos se suicidaron contra la luz del sol,
a la vista de todo el poblado,
entonces todos en el Pueblo
comenzaron a desear el suicidio de cualquier persona.
¿Usted qué espera, señor?
Se preguntaban todos entre ellos,
en voz baja, luego de asistir también a los suicidios
de perros, cabras, caballos, cerdos, rosales,
yerbabuenas, tomillos y perejiles.
Un año después, se llegó al límite,
cuando en la iglesia
se suicidaron los íconos de María, José, Jesús crucificado,
san Francisco y el Espíritu Santo.
Hubo entonces romería hasta el sepulcro
de don Reinaldo, el barbero
que se arrojó desde el campanario.
Una vez allí…todos supieron qué debían hacer.