LA DANZA DE LOS DUENDES EN EL VIOLÍN DE MATÍAS.

Luis Carlos Vélez.

Revista Digital Arrierías 73

Después de muchas copas en una fonda de Rio Verde, Amancio se encaprichó en visitar Pijao y no valieron los reproches de su amiga Rocío, ni las patrañas del fondero y los contertulios para hacerlo desistir. En vano le contaron la historia del caserón abandonado y misterioso que, después de demolido, a veces se aparecía a un lado del camino.

Amancio, que no daba importancia a las consejas iniciales de los campesinos y del fondero, no esperó el final. Envalentonado y casi a rastras metió a Rocío al auto. Refunfuñando lo encendió y tomó por la carretera que más adelante se divide en dos y al azar escogió la senda estrecha que lleva a Buenavista. Condujo con cuidado, muy lento, por los trechos donde apenas cabía el auto. Las luces de las farolas alumbraron árboles, lianas, plantas rastreras y, bordeando abismos iluminados por relámpagos, divisó a lo lejos nubes de tormenta. Avanzó. Avanzó cada vez más valeroso, hasta darse cuenta de que marchaba por un paraje solitario y extraño. Preguntó sin respuesta a Rocío si sabía a qué lugar conducía aquel sendero pero la mujer dormía.

Según contaban en corrillo el fondero y los contertulios, en la parte derecha del caserón fantasma, los gemelos César y Raúl bebían noche y día, y tenían por compañía un loro y un búho. Que César era viudo, y se dio a la bebida porque su mujer, una tarde en que lavaba ropa en Río Verde, y hubo en las cercanías un cruce de disparos entre las tropas del gobierno y la insurgencia, una bala perdida perforó su cabeza y murió. Que a Raúl lo abandonó la compañera por otro que le ofreció algo distinto a una vida de maltratos y miserias. Que los gemelos trabajaban en el campo para beber, reír y llorar sus pérdidas. César, bebido hasta la locura, corría a la pieza de Raúl y reían enloquecidos al verse en el espejo vestidos con las piyamas y gorros de sus mujeres, mientras el loro repetía hasta el amanecer sus carcajadas. Todo ante la mirada fija y el silencio filosófico del búho.

También contaban que Matías, el excéntrico Matías, en otra pieza del caserón repetía en su violín y sin parar una obra que los conocedores llaman clásica.

Que los hermanos decían:

-Hermano, Matías el violinista llegó otra vez borracho-.

-Sí. La pena terminará por matarlo primero que a nosotros-.

En el colmo de la ebriedad, César expresaba a gritos su amor por Esther, la muchacha soltera que fabricaba muñecos de trapo y vivía en el lado izquierdo del caserón con Edith, su hermana viuda y embarazada. Raúl chasqueaba los dedos al búho, que sin ruido volaba de la estaca a su hombro y escuchaba cómo, por un agujero que hiciera en la pared, proponía matrimonio a Edith, la embarazada y viuda, cuyo marido murió baleado en una cantina de Córdoba, un pueblo cercano rodeado de montañas.

César no recibía respuesta de Esther y Raúl decía:

-No insistas. Como sabe que la quieres se muestra indiferente. Dale de lo mismo y cambiará-.

En las noches y bajo la lámpara de kerosene colgada del techo, Esther, de gorro escarlata y pelo enmarañado, y Edith, de aretes y diadema en la frente, dejaban de lado sus muñecos para escuchar el violín, y comentaban:

-Cuando Matías toca borracho la misma canción, su violín suena mal, muy triste, y la repite y repite. Si tocara una de cantina.

-Tienes razón. Con dos o tres que aprendiera se ganaría la vida sin afán-.

-¡Cómo no le roban el violín! De aquí a Buenavista el trecho es largo y hay muchos ladrones que se hacen pasar por caminantes pidiendo ayuda-.

La viuda se levantaba del comedor y a la luz del techo iluminado escuchaba la melodía. Su pequeño hijo observaba por otro agujero que, semejante al que hiciera Raúl en la pared, le permitía espiar a Matías.

-¿Qué miras, hijo?-.

-A Matías, madre. Si vieras cómo salta y baila mientras toca la guitarra-.

-No es una guitarra. Es un violín. No lo mires, Matías está loco-.

Edith sabía que en la pieza vecina sufría el violinista que la adoraba. Miraba la bandera de Colombia para recordar a su marido muerto, y decía: diez años de servicio, y por su muerte me dieron en pago una tela-.

Cuando Matías regresaba borracho tropezaba, se levantaba y llegaba hasta la puerta de la pieza de esterilla. Con torpeza buscaba la llave y abría el candado de la cadena, empujaba y la ponía a los pies de la cama. Encendía la luz y buscaba bajo la cama el cuadro al óleo donde, sobre un fondo de cortinas rojas, aparecía él a sus veinticinco años: blanco, de barba y mostachos castaños, sombrero azul con cinta roja y penacho de plumas blancas, sonriente y ofreciendo su vaso de vino a quien mirara su cuadro. Luego, sufría una transformación: sacaba del baúl la camisa de colores amarillo, azul y rota de tanto uso, que lucía en sus “presentaciones” y se convertía en el monigote bailarín espiado por el niño.

Su violín no era Stradivarius. Lo recibió en pago por una noche de “serenatas” en la casa de unos amigos compadecidos de su locura. De pie ante el cuadro, deslizaba el arco sobre las cuatro cuerdas, y acto seguido bailaba frenético mientras agitaba el violín de caja desportillada, mástil desgastado, y vara en curva de cuerdas plásticas, no de tripas como las de antes. Matías no era maestro del violín como Antonio Vivaldi ni Juan Sebastián Bach, tampoco Nícolo Paganini ni Guiseppe Tartini, menos Félix Mendelssohn. Le bastaba la misma obra que tocaba en los cafetines de Buenavista, La danza de los duendes, de Antonio Bazzini, a personas borrachas que, sin entender ni gustar de la música clásica, igual invitaban al “loco Matías a beber y le regalaban, por lástima, algunas monedas como pago por su trabajo.

Según el fondero y los contertulios, la historia de la caserón terminaba en que una noche, como en el final de un cuento policíaco, los gemelos, las hermanas y el muchacho desaparecieron, y el corrillo de la fonda, para aumentar el tono de misterio, especulaba que tal vez los gemelos, puestos de acuerdo para cobrar el desdén femenino o por algún motivo secreto, mataron a las mujeres, al muchacho y huyeron; o “el loco Matías”, celoso al descubrir el amor de Raúl por Ediht, mató a todos y sepultó sus cuerpos en lugar apartado y oculto…

A medida que el licor hacia su tarea en Amancio, la oscuridad se hacía densa, las sombras tomaban formas siniestras y los ruidos le parecían voces, murmullos…chillidos. Después de una curva cerrada descubrió de repente el viejo caserón de ventanas iluminadas: miró el reloj, se puso rígido, estrujó en vano a Rocío, quien aún dormía. Detuvo el auto al escuchar aleteos, un violín en la oscuridad… y cayó dormido sobre el volante.

Una hora después, Amancio, que recién despertaba del sueño profundo y pensaba que el caserón era una alucinación de su mente alicorada, le pareció ver duendes que danzaban, se asomaban a las ventanas del auto. Que las manos de Rocío lo sacudían para exigirle que pidieran alojamiento en el caserón fantasma, en cuya puerta un hombre movía la cabeza y, sin dejar de tocar un violín, los invitaba a entrar…

Luis Carlos Vélez Barrios

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