Nota: Este relato es casi ficción que pudo o no haber sucedido, aunque la historia alguna vez la escuché.

La iglesia San Luis de Sevilla Valle, posiblemente es una de las más lindas parroquias erigidas en los mil municipios que tiene Colombia. Es un edificio de estilo gótico con una base amplia pintada de amarillo claro y una torre de 55 metros que la convierte en la construcción más alta del municipio. Pero tienes que entrar para verla y conciliar con tus ojos unas bóvedas profundas llenas de estrellas y unos vitrales colocados allí sin pretensión artística alguna, pero que si los miras con detalle, a lo mejor entenderás que estas pinturas multicolores y brillantes te llaman a la reflexión así no tengas el brazalete de la religión. Es más, si fueras chico, una veintena de imponentes columnas te haría recordar toda la fabulosa historia de Sansón y los filisteos.

Allí mismo, en una banca de madera donde se sientan los fieles, una mañana cualquiera se acomodó Don Hugo, un carpintero singular del pueblo, soltero para bien de la región y con una condición extrema en su forma de vivir: era un tacaño impenitente que como ejemplo de su desdicha reutilizaba los residuos del café (la borra) hasta que el tinto quedaba casi blanco. Su madre, decían, que decía, que Huguito, tenía ese vicio desde chiquito y rezaba por él en las misas y los rosarios caseros: “ni novia va a tener por infeliz…que Dios se apiade de mi hijo”.

Hugo era la imagen perfecta de la legión de carpinteros: flaco, de mirada austera con un pequeño bigote de colegial adolescente y unas manos largas y puntillosas, manchadas y cortadas por el abuso del oficio. Le gustaba el juego del billar y ciertas dosis semanales de aguardiente y tal vez siguiendo la sentencia de su madre no consiguió novia y mas bien la reemplazó por concubinas de profesión a quienes les pagaba con artículos de madera y a veces con dinero.

Para la misa de 10 de la mañana, llegó a las 9:30 y cogió puesto en una punta de una banca intermedia: como buen solterón se dio el tiempo de investigar a los feligreses con sus vestidos, sus poses, sus afanes y sus actos piadosos. Alcanzó a ver a “La Connie” y a La Pava” (la mujer de mas lindo plumaje, según los vecinos de la zona de tolerancia) que entraron con ligereza y con los rostros cubiertos por mantillas negras que no dejaban verles las caras que en las noches eran tan risueñas y tan impúdicas en “Luces de Buenos Aires”, el mejor burdel de la ciudad.  También registró a Susana, la chismosa del pueblo que hablaba mal de la gente desde las 9 de la mañana hasta la misa de las ocho de la mañana del día siguiente, cuando rezaba y comulgaba para que Dios la perdonara. Y con incomodidad vio al notario que se sentó dos bancas mas arriba, al cual le tenia que entregar un mueble dos meses atrás y ya se había gastado el adelanto: con susto recordaba que el gran Jesús, carpintero como él, no había tenido un buen final. Apareció también el mono Guillermo, un personaje singular al que la gente había acomodado a su rutina: todos los días después de las cuatro de la tarde vendía pan fresco caminando las calles del pueblo y gritando a su paso con los mas altos decibeles que puede aguantar el oído, “pan caLLiENNTTTE”. Por lo pronto, el loquito Suaza (otrora gran basquetbolista), con las manos juntas de piadoso, lentamente se paseaba buscando a los amigos que esa semana no le habían dado una moneda: “aquí tienen que estar “pensaba, mientras concluía la vuelta al santuario. También logró confirmar la entrada de varios bribones comerciantes y bandidos de la nueva era que irrumpían con sus esposas e hijos inocentes para rezar y así empatar el partido con Dios y con la iglesia. Identificó a Chucho, quien discretamente se había sentado en un rincón de la iglesia: era el temido anunciante de avisos mortuorios por el parlante municipal de la iglesia que se oía hasta Tres Esquinas; si el te anunciaba con una voz singular y perentoria, así fuera por error, estabas muerto.

A las 10 y 5 minutos salió el sacerdote oficiante con dos acólitos, vestidos con sus atuendos largos y negros y empezó el ritual de la misa. Después del saludo y el acto penitencial, el cura empezó el canto del Señor ten piedad y Hugo se acordó de sus épocas de la niñez cuando fue acolito por corto tiempo y que le sirvió por lo menos para cantar en coro y conocer las actitudes eclesiásticas de medio pueblo: las señoras que estrenaban una vez al mes y aquellas humildes que siempre se presentaban con el mismo vestido negro ya casi gris por el uso. Y también se acordó de aquellos señores notables pero cicateros, que al pasar el cajón de las limosnas, cerraban los ojos en una meditación profunda y falsa mientras se alejaba el acolito. O de aquellos bandidos que delinquían de día y por la noche se mezclaban con la gente devota en las misas y con un cinismo descarado le pedían a Dios un perdón inmerecido.

Ese día la liturgia de la palabra correspondió a una magnifica pieza del evangelio sobre la avaricia y de ello quedaron en el ambiente, frases muy sabias como las siguientes:

El que es tacaño consigo mismo, acumula para otros: gente extraña gozará de sus bienes/ El que es tacaño consigo mismo, ¿con quién será generoso?: No saca provecho ni de sus propios bienes/ Mala persona es el avaro; vuelve la vista sin prestar atención a nadie/ El avaro mira el pan con ansia, pero no pone nada en su mesa/ Tendrás que dejar a otros tu riqueza, y se repartirán lo que conseguiste con sudores/ Da a tus hermanos y trátate bien pues en la tumba no se pueden buscar placeres.

Pero como sucede con muchos fieles, Hugo no se percató de las enseñanzas del evangelio y más bien se dedicó  a buscar alguna rendija en el vestido negro y sobrio de La Conny. A Hugo le resbalaba semejante discurso tan directo sobre la avaricia.

Cuando llegó la liturgia de la eucaristía un silencio profundo se extendió en el templo y todo el recogimiento de los espíritus se fue diluyendo ante la presencia de un perro callejero, a quien esta vez no le fue tan mal porque los fieles estaban ocupados y sobrecogidos en la oración y Hugo mas bien sonrió y siguió la ruta del animal hasta que se devolvió y salió de la iglesia. Era quizás un perro bendecido.

Hugo giró la cabeza lentamente y por segundos creyó ver en una banca a Don Heraclio, al presidente Velasco Ibarra, al “mono correlón”, a su tocayo Hugo Toro,  a Don Juan “el cremero” del Colegio Santander”, a Doña Josefina, al “Mono” Herrera y a Marulo.  Se frotó los ojos, se santiguó y solo se sintió aterrizado cuando desde la sacristía de la iglesia salió un acolito con el cajón de la limosna: por un momento no supo que hacer y titubeó pensando en cerrar los ojos en una pose inequívoca de meditación para evadir la ofrenda, pero al mismo tiempo se acordó del mensaje del evangelio y en su cabeza retumbó esa palabra sacrílega “avaricia…avaricia…avaricia”. Abrió los ojos y le pareció observar a Jesús el Nazareno en su oficio de carpintero, “es mi colega” pensó y sin dudarlo metió la mano en el bolsillo del pantalón.

Al paso del acolito, Hugo sacó un billete doblado cuatro veces, como lo hacen las señoras del pueblo que lo guardan en su seno, y mostrando una cara de indescifrable generosidad, lo introdujo en el cajón de las limosnas. Sintió un enorme placer al darse cuenta que todos lo miraban como extrañados de tamaña largueza. Para Hugo la iglesia se convirtió en un ojo inmenso de dragón incendiario que lo observaba y sentía la mano de todos los santos que le agradecían en nombre de los fieles católicos de Sevilla: hasta al notario le pasó la furia por el incumplimiento del trabajo de carpintería y Hugo creyó que le había sonreído. Entonces satisfecho, y en agradecimiento cruzó las manos sobre el pecho como cualquier monje de monasterio.

Pero cuando en ese mismo acto de histrionismo, cerró los ojos, se acordó de toda la película desde que metió la mano al pantalón, sacó el billete y lo introdujo en la alcancía de la limosna. Se puso frio, contuvo la respiración y una espiral de gotas de sudor apareció en su frente: se acordó que él tenía dos billeticos cuatro veces doblados, uno de 1.000 pesos y otro de 50.000. Suspiró hondo y con la discreción de un tramposo, miró de reojo, sacó el billete que le quedaba y se puso rojo como una fresa madura cuando comprobó que era el billete de 1.000. Se sentó en cámara lenta como un abandonado y sintió que la cúpula de la iglesia se le venia encima. Había entregado de limosna el billete de 50.000. Una señora vecina de asiento trató de auxiliarlo, pero él asintió en señal de que estaba bien, aunque su rostro estaba trastornado y cambiaba incesantemente del color rojo al blanco.

Hugo esperó con la mayor impaciencia de toda su vida a que terminaran los largos diez minutos de misa que faltaban y puso sus pies sobre el piso como si fuera un atleta que esperara el disparo de la salida. “Tengo que reclamar”, pensó.

Por fin dijo el sacerdote: «In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti» («en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»).

Hugo arrancó como un ladrón perseguido hacia la sacristía y casi encuelló al monaguillo recolector de limosnas.

– Necesito que me abra la caja ya que me equivoque con un billete de 50.000 pesos. Le dijo Hugo angustiado y nervioso.

– No puedo, hay que esperar al padre Sawasky junior, él tiene las llaves del cajón, le dijo el monaguillo asustado.

Hugo, le contó al padre Sawasky junior lo que había pasado y delante de todos abrió la caja y sobre una mesa de la sacristía depositó todo el contenido de monedas y billetes. No había un solo billete de $50.000.

El padre igualmente pensó con rapidez que solo él tenia las llaves de la caja de limosnas y difícilmente el asustado acolito hubiese podido sacar el billete en tan corto tiempo con otra llave.

– No puede ser. Dijo Hugo desesperado y volvió a revisar los billetes. Definitivamente, no estaba el billete de $50.000.

Hugo, por primera vez en su vida salió renegando de la humanidad y especialmente de la iglesia.

“Por acá no vuelvo nunca mas”, pensó y se echo una santiguada antes de salir.

Mientras tanto el padre revisó nuevamente el contenido de la caja y encontró un billete enrollado de $20.000 con apariencia de falso, una moneda peruana de poco valor y un billete de mil pesos muy bien doblado y con una estampita de la Virgen del Carmen en la mitad.

El acolito le juró al padre que era inocente y el padre le creyó. Nunca se supo que había pasado y Hugo, solo volvió a las misas cuando acompañaba un funeral, pero se quedaba en una puerta de la iglesia y nunca mas volvió a dar una limosna: Lo había intentado una vez y le fue muy mal.

Ya enterados los vecinos religiosos de la suerte de Hugo, sentenciaron que era castigo de Dios y que eso le había pasado por avaro y pecador. Amen.

Marzo 2020, tiempos de coronavirus.


Ernesto Pino

Ernesto Pino, de Sevilla, economista de la Universidad de los Andes, escritor y tiene columnas en varios periódicos del país.

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