Los dictadores de la época moderna son personas que con apoyo de las fuerzas militares, toman o reciben todos los poderes, sin limitación jurídica, para gobernar un país. Latinoamérica ha sido tierra fértil para dictadores. Además del talante atrabiliario, algunos de ellos son recordados por su ignorancia y salvajismo, lo cual no les impidió dirigir a sus respectivos estados. Encarnaron «figuras patéticas y sangrientas, pero también risibles».

Mariano Melgarejo gobernó a Bolivia siete años (1864-1871), y aunque mucho de lo que cuentan de él ha sido acomodado por malquerientes, algunas de sus hazañas son memorables. En 1870, con motivo de la guerra franco-prusiana, Mariano Melgarejo se declaró admirador de Napoleón III y luego de arengar sus tropas en la Plaza de Murillo, les anunció su determinación de tomar parte en esa guerra para salvar a Francia. «Yo iré de a caballo en Holofernes y mis soldados irán nadando, sin que se vayan a mojar las armas y las municiones». Dicen los biógrafos que nunca estuvo sobrio. En días de ceremonia se emborrachaba con su caballo hasta que éste caía inconsciente. Pero antes, Melgarejo hacía que Holofernes se orinara sobre los ministros y demás invitados, a quienes había obligado a beber hasta fundirse.

El gran dictador: Charles Chaplin

Juan Vicente Gómez gobernó a Venezuela, en directo o mediante títeres, desde 1908 hasta 1935, como si se tratase de su hacienda La Mulera. Sus detractores lo llamaban «El Bagre». Tuvo más de 80 descendientes en diferentes señoras y muchos de sus hijos fueron empleados de su gobierno. Cuando le instalaron el teléfono en su casa, le acercaron el auricular y una voz le preguntó: «Su Excelencia, ¿qué número?». El dictador respondió: «Pues 46, ¡carajo! ¡No ven que tengo las patas grandes! ¡Estos misiús inventan unas vainas! Con solo arrimarme al aparato ya saben que quiero un par de botas!». Y es que el presidente vitalicio tenía debilidad por ellas. Dionisia, una de sus mujeres, aseguraba que don Juan hacía el amor con las botas puestas.

Rafael Leonidas Trujillo gobernó a República Dominicana durante 31 años (1930 a 1961). Sus anécdotas son espeluznantes. Para bajar el costo de vida, hizo picar a machete a más de treinta mil haitianos indocumentados, hombres, mujeres y niños, y arrojar sus cadáveres al río Dajabón o Masacre, en la frontera con Haití.

Dentro del boom latinoamericano, abundan las novelas sobre dictadores. Aquí algunas:

El señor presidente (1946), del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, inspirada en la tiranía de su compatriota Manuel Estrada Cabrera.

Yo, el Supremo (1974), del paraguayo Augusto Roa Bastos, basada en el dictador del siglo XIX José Gaspar Rodríguez de Francia.

La fiesta del chivo (2000), de Mario Vargas Llosa, sobre los últimos días del dictador Rafael Leonidas Trujillo.

El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez (1975), trata sobre un dictador ficticio y eterno, «El macho», que alcanza doscientos años de edad.

Gabo contaba que cuando visitó el mausoleo de la Plaza Roja en Moscú, lo impresionaron las manos del cuerpo embalsamado de Stalin, porque parecían de mujer. Esas manos aparecieron después en el dictador de su novela. En 1981 García Márquez fue a Panamá, invitado por el general Omar Torrijos. Dos días antes de la muerte del general, en el accidente de su avioneta, Torrijos llamó a Gabo para decirle que había acabado de leer El otoño del patriarca, y después de comentarle que consideraba esa novela como el mejor libro suyo, le dijo. «Todos somos así… como tú dices».

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