Hay iniquidades que se vuelven eternas por falta de voluntad política de los gobiernos, o mejor, por exceso de voluntad política en no solucionarlas. Ese es el caso de la “cuestión agraria”, que se ha abordado con reformas timoratas escritas, y después se ha pulverizado con contrarreformas agrarias sangrientas, no escritas, pero celosamente ejecutadas.
La tenencia de la tierra, con el infamante grado de concentración colombiano, frena el desarrollo económico y social del país y es generadora de conflictos.
Lo malo es que el eslabón débil siempre han sido los campesinos colombianos, mayoritariamente jornaleros sin tierra, que malviven en pequeños ranchos a la vera de los caminos veredales, en pequeños centros poblados o metidos en la selva descuajando monte.
Ellos son los descendientes de indígenas, afros o mestizos, que sufrieron en carne propia, crueles instituciones como la esclavitud, la mita o la encomienda de las épocas de la conquista y el virreinato.
Por sus venas corre la sangre de aquellos que cambiaron de amo en la época de la independencia, en la que pelearon como soldados rasos, a pata limpia y con calzones de bayeta remangada.
Tienen los genes de aquellos que fueron desterrados y violentados por la codicia del gamonalato que se enquistó en el poder durante la república y que mostraron sus fieras garras en la época de la violencia.
Y por supuesto, son los 7 millones de colombianos que quedan hoy en el campo y en las selvas, después de una travesía inmemorial de dolor, pobreza y muerte. Han sido utilizados como carne de cañón, de soldados, de paramilitares o de guerrilleros en la última e inconclusa guerra.
En realidad, solo hemos tenido 3 momentos estelares en favor del campesinado, en los que, a la postre, se observaron pocos avances y no dieron, o no han dado aun, los frutos esperados: el primero fue cuando López Pumarejo, el “compañero presidente”, expidió la ley 200 de 1936, encaminada a favorecer los derechos de los campesinos, en el marco de su Revolución en Marcha; el segundo, en el gobierno de Lleras Restrepo, quien consideraba necesario distribuir la tierra para conformar pequeños y medianos propietarios, y frenar la migración hacia las ciudades que no podía asimilar la industria; y el tercero, en el gobierno de Santos, cuando en el acuerdo de La Habana, se acordó impulsar una Reforma Rural Integral para una transformación estructural del campo, mediante la formalización, restitución y distribución equitativa de la tierra, garantizando el acceso progresivo a la propiedad rural de campesinos, especialmente mujeres.
La prueba de la ineficacia de las medidas agrarias de los gobiernos es contundente: Colombia tiene poco más de 42 millones de hectáreas para la producción agropecuaria, esto es, el 32% del territorio continental nacional. El problema es que, de esa frontera agrícola, el 80% está dedicada a la ganadería extensiva y a lotes de engorde (33,8 millones) y solo el 20% (8,5 millones) a la agricultura. De esta última, 7,1 millones son para cultivos de exportación y solo 1,4 millones están dedicados a la alimentación de los colombianos. El país rural siempre ha estado patas arriba
En esas condiciones, importamos, con dólar caro, aproximadamente la mitad de lo que nos comemos. Por lo que no solo se perjudican los campesinos, sino la totalidad de los colombianos.
Pero tampoco los gobiernos han logrado una mejor distribución de la tierra, Las cifras son aterradoras y producen vergüenza: según el IGAC, en 2016, la concentración de la propiedad era del 0,89, muy cercana a la concentración absoluta, convirtiéndonos en el país más inequitativo, en distribución de la tierra, en América Latina.
La revista Semana Sostenible, reveló en el 2018, que el 1% de los propietarios de las fincas de mayor tamaño, tienen en su poder el 81% de la tierra colombiana; que el 19% de tierra restante se reparte entre el 99% de los demás propietarios. Además que el 0,1% de las fincas que superan las 2.000 hectáreas ocupan el 60% de la tierra, y que en 1960, el 29% de Colombia era ocupado por fincas de más de 500 hectáreas, en el 2002 la cifra subió al 46% y en 2017 el número escaló al 66%.
Revertir esta oprobiosa situación es crucial para el desarrollo del país. Distribuir y transformar la estructura de la propiedad en el campo, es requisito indispensable para el desarrollo económico y social del país y premisa para una sociedad más productiva, próspera y equilibrada.
Por eso, este es el momento oportuno para exigirles a la gran cantidad de precandidatos presidenciales, que se pronuncien sobre la política agraria que piensan adelantar en el próximo cuatrienio.
Hasta ahora, el único que ha ubicado las políticas agraria e industrial, como núcleos de su programa de gobierno, lo mismo que afirmado su decisión de desconcentrar la tenencia de la tierra y mejorar el aparato productivo, es Petro.
Lo importante es que superemos, de una vez y para siempre, a gobiernos que prohíjan contrarreformas agrarias sangrientas, de esas que no se escriben, pero que se ejecutan con celo. Ya sabemos cómo piensan y que dicen.