Antonio Caballero visitó un sábado mi Taller de Escritura en Cali. Lo invitó su condiscípulo del Gimnasio Moderno, el arquitecto Benjamín Barney.

El arribo de Caballero estaba programado para las 10:30 a.m. Yo andaba nervioso. Sólo lo había visto de lejos una vez. Y me intimidan los minotauros. Temía que los alumnos le hicieran preguntas ingenuas. O muy pedantes, que alguno saliera con honduras como: Antonio, ¿los hemistiquios de los hexámetros de Homero fueron una interpolación tardía de los compiladores alejandrinos, o usted cree que ya estaban en los cantos originales?

Mi sugerencia –que lo recibiéramos con un aplauso– fue rechazada de plano por los estudiantes. Qué oso, dijeron. Entonces lo recibimos con un silencio helado, como si nada, como si estuviéramos ñatos de ver minotauros y alacranes alados en el taller.

Cuando se sentó, fueron evidentes su nerviosismo (quién lo creyera) y la panza, una consecuencia del abandono del cigarrillo (quién lo manda).

Nos contó que Harold Alvarado Tenorio le pidió un prólogo para un libro de crítica literaria. Y quién te lo va a publicar, le preguntó Caballero, pensando quizá en el escaso interés que despierta en los editores ese género. ¡Y ese crítico! “Lo van a editar en Venezuela”, respondió Alvarado, y Caballero dijo: Aaah… (finalmente, Caballero aceptó el encargo. Es el único amigo que le queda a Alvarado en este hemisferio. Alvarado debía asegurarlo. Y escribir crítica de verdad, es decir, ensayos que combinen argumentos y poéticas, reconocer algunas virtudes de la víctima, meterle humor a esa bilis negrísima y aprender a injuriar con elegancia, con elogios curvos, a lo Cioram, digamos: “Valéry es el representante más notable del crepúsculo de Occidente”.

Le preguntamos sobre Fernando Vallejo. Un gran narrador, resumió. Cuando alegué que Vallejo se repetía, que se había convertido en una caricatura de sí mismo, dijo: Ese es un pecado clásico. Todos los grandes artistas se repiten.

Cuando le preguntamos por William Ospina, respondió que encontraba muy ampuloso su estilo. Después, quizá recordó alguna fiesta, hizo esta precisión: Ospina es un gran bolerista (aprenda, Alvarado, aprenda).

Cuando le preguntamos por Gamboa, Franco, Mendoza y Vásquez, confesó que ya no lee ficción, que ahora solo manosea libros de historia.

Cuando le preguntamos qué seguía ahora que el comunismo es un difunto y la economía de mercado una enferma crítica, respondió: No sé.

Cuando le preguntamos: ¿Doris Salcedo o Fernando Botero? Dijo: Doris Salcedo –pero reconoció que la estética del arte conceptual es un misterio insondable.

Para evitar la Babel conceptualista, le propusimos una terna figurativa: ¿Obregón, Botero o Darío Morales? “Habría podido ser Obregón –respondió– si no se dedica a las novias y al licor en Cartagena”, pero no explicó si el problema estaba en el alcohol, las mujeres o Cartagena. Yo me inclino por Cartagena. Es tan bella que emboba.

Cuando le preguntaron si la inteligencia y la creencia en Dios eran compatibles, dijo: los dioses pasan, las religiones quedan, y se fue en medio del aplauso cerrado de mis retrecheros alumnos.

Post scriptum. Escribí lo anterior hace un montón de años. Ahora, en la noche del viernes, me entero por las redes que los dioses han abandonado a Antonio, el analista político, el crítico de toros, arte y literatura, y el autor de nuestro mejor libro de historia, Historia de Colombia y sus oligarquías. Rip, hermoso alacrán alado.

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