En este año pandémico del 2021, se conmemoran los 50 años de la publicación de “Cóndores no Entierran Todos los Días” del multifacético escritor tulueño, Gustavo Álvarez Gardeazábal. Novela que describe, de manera magistral, el clima de terror y los asesinatos de la violencia partidista en la Tuluá de la mitad del siglo pasado.  Este clásico de la literatura latinoamericana se sigue vendiendo muy bien, tanto en sus ediciones legales, que ya suman una treintena; como en las piratas, que aparecen reiteradamente cada año.

Ediciones UNAULA acaba de imprimir una exquisita edición conmemorativa, con pasta dura, letra punto 22 -a prueba de ciegos- papel propalcote 150, y carátula que reproduce al cóndor dedilargo de la primera edición del libro de la editorial Destino de Barcelona de 1971.

Desde su publicación, este libro escrito en la ciudad universitaria de Torobajo, en Pasto, recibió el aplauso de los críticos; el Premio de Novela Manacor, presidido por el premio nobel Miguel Ángel Asturias; y la aceptación de miles de lectores que siguieron con fervor su pluma poderosa, veloz, directa y escueta, que construyó un mundo imaginario, que parece tan real, que la mayoría lo ha tomado como un texto histórico sobre la violencia en Colombia.

Esa es la magia de la literatura, de la buena literatura.  Ya nadie sabe cómo era, ni que tanto hizo en la vida real, León María Lozano. Los historiadores no se ocuparon de ello. Solo conocemos al León María, el de Gardeazábal: jefe de los pájaros, camandulero, asmático, gangoso, dueño de un puesto de quesos en la galería, y quien hacía las veces de alcalde, jefe de policía, y dispensador de favores políticos, por su condición de gamonal sin tierras. Ni siquiera el propio Gardeazábal cuando escribió el libro “La Novela Colombiana entre la Verdad y la Mentira, pudo convencer a sus lectores de que su libro era una novela y que los nombres y las acciones de sus personajes no tenían por qué responder a los de la vida real. 

Por eso es por lo que, en Tuluá, siguieron caminando muchos de los muertos del libro de Gardeazábal, algunos de los cuales, incluso, le hicieron reclamos airados.

Como les ha ocurrido a los hijos del maestro Cedeño, a los cuales Gardeazábal “asesina” en la novela. El cuento es que una noche, cuando el escritor era gobernador del Valle, me encontraba en una reunión departiendo con Raymond William, crítico de literatura norteamericano; Jonathan Tittler, biógrafo australiano de Gardeazábal; el poeta tulueño Omar Ortiz Forero; Diego Cedeño, hijo del maestro; y una profesora de literatura (cuyo nombre no recuerdo) que dictaba la cátedra Gardeazábal en la Universidad Nacional de Chile.

La profesora nos contaba la forma como fueron asesinados los hijos del maestro Cedeño de Tuluá, por el solo hecho de ser liberales. Diego le ripostó que aunque él era uno de los occisos, todos en casa, padre e hijos, gozaban de cabal salud. ¡Imposible! contestó la profesora y crítica de literatura: “incluso, uno de sus hermanos murió ahorcado con las cuerdas de su propia guitarra”. Diego no le dejó terminar el recuento y le dijo: “Ah, no, señora, esa fue una muerte literaria que nos propinó ese Gardeazábal. Desde eso, estamos convenciendo a la gente de que estamos vivos.”

Hay un pasaje cinematográfico del libro que permanece en mi memoria, en el que León María Lozano, a raíz de la destitución de una maestra de escuela de Rio Frío, por no cumplir con los requisitos del escalafón, salió para Cali a solucionarle el problema y entró sin pedir permiso al despacho del gobernador, acompañado por sus dos guardaespaldas con sus ametralladoras al aire.  Al hacerlo, interrumpió una conversación que el gobernador tenía con un periodista gringo de la revista Life. Cuando el gringo, admirado por el atrevimiento, preguntó quién era ese señor de saco y camisa de cuello duro, uno de sus guardaespaldas le respondió: “El Jefe de los pájaros, gringo guevón”. Como consecuencia de esa ostentación de poder, el periodista gringo canceló el reportaje que iba a hacer y lo cambió por otro que tituló “La Tierra de El Cóndor, el jefe de los Pájaros”. Yo di por hecho cierto esta escena, hasta que un día el propio escritor me aclaró: “no hombre, yo lo único que había oído desde niño, era que El Cóndor tenía mucho poder”.

La verdad es que el libro continúa sobreponiéndose al paso del tiempo y continúa tan Lozano como lo fuera el propio León María.

No tengo duda alguna, de que la vida de Gardeazábal ha sido tan fascinante como lo que narra en sus 17 novelas publicadas, sin contar, claro está, la última, que se titula El Papagayo Tocaba Violín, de la que solo sabemos que trata de un niño tan memorioso que se acuerda de su propio nacimiento.

Gardeazábal es un lector enfermizo que devora cuanto caiga a sus manos. Eso le permite ser un tulueño universal que mantiene informado de cuanto acontece en cualquier lugar del planeta. A propósito, recuerdo que cuando tumbaron las torres gemelas, de lo cual me enteré, temprano en la mañana, cuando Juan Gossaín informó por RCN que un avión, al parecer por error, había chocado contra una de las torres. Llamé a Gardeazábal y le pregunté que sabía del choque y me contestó: “estoy seguro de que fue Osama Bin Laden, el Anticristo.” Yo no tenía ni la más remota idea de quién era ese personaje. Dicha versión solo empezó a tomar cuerpo horas después del atentado.

De Gardeazábal, pienso que sus atributos más sobresalientes son su generosidad, que lo lleva a disponer de su cauda y de su tiempo con largueza y sin miedo; su memoria que, para su infortunio, no lo deja olvidar casi nada; su curiosidad, que lo lleva a vivir intensamente; su capacidad de análisis, que es lo que le permite sus certeros escritos, denuncias y opiniones; y su velocidad que es cosa de locos.

Gardeazábal lee y escribe a una velocidad inaudita, alucinante. Cuando en su campaña a la gobernación del Valle, fui coordinador general, una noche me llamó y me dijo que me necesitaba en su oficina a las 5.30 de la mañana. Yo solo pude llegar a las 6 y pico. Cuando llegué arrancó a teclear con frenesí su vieja Olivetti. Sin mirarme, me preguntó si yo sabía colocar un fax. Le respondí que no. Me dijo: “eso es fácil yo te digo como.” Me entregó un artículo para una revista mexicana. Agarré el papel y me fui para el fax leyéndolo lentamente. Lo metí en la ranura de conformidad con sus instrucciones, mientras él seguía tecleando. Esto se repitió por tres veces más, hasta completar cuatro artículos que fueron enviados a diversos medios. Desde el primero al último, no pasaron más de cuarenta minutos. Cuando terminé, le pregunté. “¿Para qué me necesitas?” Me respondió: “¡Para que lo contés! ¡Para que lo contés!” Caramba, me demoré casi un cuarto de siglo en contarlo.

Es que a Gardeazábal solo le falta hacer milagros, a no ser que me den por cierto, que una vez, durante su cautiverio, llegó a la Escuela de Policía de Tuluá su madre, doña María Gardeazábal, quien con entusiasmo le dijo: “Gustavo, tienes que rezar la novena del Divino Ecce Homo de Ricaurte, está haciendo muchos milagros en el centro del Valle”. Gustavo le contestó en tono de broma. “Debe ser así, si yo mismo la escribí”. ¡Artista!

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