En la tarde camino mi soledad hacia el parque Sucre. Me detengo a tomar un café bajo los toldos que invaden las aceras. Un mendigo, entrado en años, se acerca. Intuyo que desea saludarme, y meto mis manos en los bolsillos.

Hago de lado el fastidio que me provoca su saco verde manchado de grasa y suciedad, la boina igual a las usadas por aficionados taurinos, y las botas de pistolero mejicano, para dar cabida a la sorpresa que obliga a preguntar dónde cómo y desde cuándo me conoce.

“¿De veras no me recuerda?”, pregunta.

No basta el sol de la tarde para disipar la sombra de la boina en su cara.

Percibo que, pese a su vestimenta, el mendigo huele a loción, e imagino que la encontró en alguna bolsa de basura. Indeciso, sin saber aún si desistir de mis deseos por conocer las respuestas, recuerdo que ante los amigos doy rienda suelta a mis ínfulas de tratar a todos por igual; dudo entre marcharme sin conocerlas, hacer de tripas corazón, o invitarlo a sentarse en la cafetería donde sé que cuelga el aviso que me zafará de su presencia; le ofrezco un tinto, y contesta:

“Gracias. Lo busco a usted hace años…”.

Su “lo busco a usted hace años”, inquieta y aviva el interés, disipa la indecisión.

Se sienta. Descubro que los clientes lo miran con recelo y fastidio, se miran entre ellos. Por señas llamo a la encargada, que observa al hombre de arriba a abajo. Él, sin inmutarse ante su mirada insistente, la saluda amable; ella deja de mirarlo, y con la clara intención de hacerle saber que no es bienvenido, dirige su vista hacia el letrero, que prohíbe la entrada a mendigos, vendedores ambulantes, y clientes con perros sin bozal.

De inmediato entiendo que debemos salir. Allí no me venderán su tinto.

Los puestos de helados y comida chatarra que invaden la acera, impiden el paso. Las personas que conversan en las bancas, o juegan con sus hijos, vuelven la vista para observar al callejero. Nos sentamos en el muro que lleva al servicio de baños. La pareja vecina, recelosa, incómoda, desliza las nalgas, se aparta.

El mendigo nota el fastidio que provoca y sonríe, escarba en su mochila de viaje; espero en silencio, atento al fruto de su rebusque. De repente me acomete el terror de que tal vez saque un revólver y me mate.

En segundos mi terror se desvanece. Encuentra un fajo de fotografías atadas con una cinta negra. Extrae una, la guarda en su bolsillo, y me entrega el resto. Desato el fajo y miro rápido las fotografías en blanco y negro, amarillentas. Siento sus ojos inquisitivos atentos a mis reacciones.

Las primeras ponen a mi vista paisajes no extraños; seis más presentan personas que caminan por una plaza de mercado.

Quiero seguir la inspección. No logró saber la intención del callejero que, inmóvil, guarda silencio con las manos entrelazadas, apoyadas en las piernas, como en misa.

La penúltima fotografía, donde aparece una pareja joven sentada en una banca, con un niño alto y otro más bajo, atrapa mí interés. Observo, escudriño, y el recuerdo difuso me lleva a los rostros de mis padres y amigos, a la plaza de mi niñez.

Puesta al límite mi curiosidad, le pregunto presuroso:

“¿Usted quién es?”.

No dice una palabra. Se pone de pie.

Saca la fotografía del bolsillo, la coloca en mi mano, se acerca más a mí; sin mirarlo, percibo el olor a tabaco en su boca.

Recordé a mi pueblo, que enmarcado en una fotografía abandoné de niño, cuando mi familia se dispersó para escapar a la toma de los insurgentes. Jamás tuve noticias de los míos.

En la fotografía, dos rostros de niños sonríen a la cámara.

Pregunto al hombre quiénes son.

Señala con dedo tembloroso:

“Este soy yo”.

“¿Y el otro?”, pregunto asombrado.

“¿No adivina?”, responde. “¡Pues usted hermano, usted!”.

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