CREO QUE mi madre por fin se moría. Pero mientras tanto, solo tenía palabras y aire para repetir que llamaran a su otro hijo, a mi hermano medio, para despedirse de él. Necesitaba decirle algo personal y entonces moriría serena. Un acontecimiento sentimental, teatral, que sucede con mucha gente y conmueve a los asistentes a la agonía del familiar que aburre con tales solicitudes. Quince años sin verlo. En realidad, 16 años sin saber nada de él. Trece, sin que a ninguno de los dos le importara nada el otro. Cada cual en sus oficios. Para mi madre era más importante perfeccionar una receta de cocina que averiguar el oficio de sus hijos. Seis, sin contar los dos que abortó. Alguna vez le dije, “madre, para ti habría sido mejor abortar a Oswaldo”. No respondió nada porque pelaba cebolla de huevo.

Y ahora cuando se moría y no había tiempo para nada, mucho menos para reconciliaciones inoportunas, sino para morirse rápido y en paz, su agonía solo le daba para reclamar, llorando, arrojando las fétidas cobijas al suelo y orinándose en la cama, la presencia de tal imbécil. No quería irse del mundo sin hablar con él. Yo no sabía nada de mi hermano. Años atrás, lo único que supe de él fue cuando en una casa de prostitución alguien le propinó una puñalada en el estómago. Pregunté si había sido con navaja o con cuchillo y no me supieron responder.

No comprendo por qué tanta gente a punto de morir se impacienta por ver a alguien en particular. Tuvieron tiempo en vida y vienen ahora, en una habitación oliendo a alcohol y medicamentos, entre estertores, a importunar a la familia, los amigos y los visitantes que llegan para verificar si ya murió. La energía que gastaba llamando a mi inaccesible hermano, le habría servido para vivir otra hora. O para llegar más lúcida al cielo, el infierno o la nada. Mi madre se enorgulleció siempre de ser atea. Con seguridad, la nada la esperaba con los brazos abiertos para celebrarle su incredulidad.

El sacerdote que le aplicó la extremaunción, estaba impacientándose cuando ella le preguntó por centésima vez si él era Oswaldo. “No, señora, no lo soy, vine ayudarle a morir porque su hijo me pidió el favor de acompañarla”. “¿No será acaso sacerdote? Yo soy atea”. “La profesión no importa. Su hijo me pagó y por eso vine, señora, no soy Oswaldo. No conozco a ningún Oswaldo ni quisiera ser Oswaldo. Un nombre como para colocárselo a un gato.” Si alguien se pregunta qué hacía un sacerdote tripudo y malgeniado en la habitación de una mujer atea próxima a morir, lo único que puedo decirle es que él era hermano de ella y mi madre le debía mucho dinero.

Cuando lo vi preparándose para aplicarle el sacramento de la extremaunción, me fui para el sanitario, frotándome el estómago y me encerré allí algún tiempo. “Me cayó mal la comida que le dejaron a mi madre”, me disculpé. Aunque largaba una y otra vez el agua del sanitario para no escucharlo, me llegaban sus palabras:

“Por esta santa Unción y su benignísima misericordia, te perdone el Señor todo lo que has pecado con la vista, con el oído, con el olfato, con el gusto y la palabra, con el tacto, con el andar. Kyrye eléison, Christe eléison, Kyrye eléison. Te rogamos, Señor, mires con benignidad a tu sierva que desfallece con la enfermedad del cuerpo, y fortalece al alma que creaste para que enmendada por los castigos reconozca que ha sido curada por tu gracia. Por Cristo nuestro Señor. Padre omnipotente, eterno Dios que infundiendo en los cuerpos enfermos la gracia de tu bendición conservas tu criatura con gran piedad, atiende benigno a la invocación de tu Nombre para que a tu sierva, libre de la enfermedad la levantes con tu diestra, la confirmes con tu fortaleza, la defiendas con tu poder y la restituyas a tu santa Iglesia, con toda la prosperidad que desea. Por Cristo nuestro Señor. Amén”.

No había dicho que Oswaldo es el nombre de mi hermano medio. ¿O sí lo dije? Osualdo, pronuncia mi madre. Así con la vocal u: Os-u-al-do. Fastidioso vocablo que ha repetido mil veces. Iba a decir un millón pero me quedo corto y cualquiera pensará que tengo algo contra mi santa madrecita. De los seis hijos, solo tres la visitamos con alguna frecuencia. En esa gélida habitación éramos dos los agonizantes: mi madre repitiendo ¡Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo, Osualdo!  y yo, mientras intentaba resolver el crucigrama o leía a Condorito, escuchándola como en el tormento chino de la gota de agua que martilla y taladra suave e insistente la cabeza. Oswaldo, ese hermano medio del que mi madre nunca quiso revelar quién era el padre para no despertar desconfianzas en los otros cinco. Yo tampoco conocí el mío y a eso no le encuentro ningún problema.  Con el carácter de nuestra madre fue más que suficiente.  Les aseguro, es más cómodo pasar por el mundo sin un padre al lado pretendiendo educarlo a uno como él es o como eran los abuelos.

Molido por la incansable petición de mi madre y para acelerarle su partida de este hermoso planeta, salí del hospital y compré un maniquí masculino. Casi no me lo venden, extrañados porque iba a comprar el muñeco de plástico y no la ropa con la cual lo tenían vestido. Una hermosa camiseta azul. Un jean de cuya marca no me acuerdo y botas Bramah. Con la h al final porque eran adulteradas. No debí hacerlo, pero les confesé que este maniquí iba a ser mi hermano durante unos minutos. “¿Su hermano?”, preguntó una atractiva dependienta, de apetitosos senos, que estaba allí cerca observando la manera como peinaba yo el revuelto cabello del maniquí.  “Es decir, medio hermano, del que ya ni me acuerdo cómo es”, respondí a la muchacha, aprovechando la circunstancia para dialogar con ella y mirarle las tetas directo.

 Le llamaré Oswaldo. Qué me importan su apellido, su profesión o el color de sus ojos. Mi madre, agonizando, no se daría cuenta que este Oswaldo tenía un ojo azul y otro negro. Allí al frente, habitación 36 del piso quinto, con un televisor frente a su cama, mi madre se muere y lleva varios días solicitando que llamen a Oswaldo para hablar con él. Va a revelarle un secreto que a mí, su hijo mayor, no me considera digno de escucharlo, aunque le he leído poesía de Whitman y de Pessoa, hasta las dos de la mañana. Una noche se provocó de que le silbara los Sonidos del silencio. Una lluviosa madrugada tuve que silbarle diez veces Vírgenes del sol, parecido a como canta la soprano peruana Zoila Augusta Emperatriz Chávarri del Castillo, Yma Súmac. Y sin embargo insiste en la presencia de Oswaldo, de Os-u-al-do, quien ha peregrinado por todo el país y sin embargo no quiere o no puede venir a despedir a nuestra octogenaria madre.

 Hice un movimiento como para abandonar el almacén. “Me lo venden o voy a buscarlo en otro sitio. Cóbrenme-lo-que-quieran”. Estas cuatro palabras los conmovieron y decidieron venderme el apuesto maniquí. Oswaldo fue siempre un vagabundo. Saltaba de ciudad en ciudad no porque le gustara viajar, sino porque en cada una de ellas cometía algo que lo impulsaba a desaparecer rápido. “No es necesario que lo envuelvan. Me lo llevo así desnudo”. Lo cargué, echándolo sobre mi espalda. Por fortuna el ascensor del hospital estaba vacío. Tuve la placentera sensación de cargar el cadáver de mi hermano. Entré a la habitación que no era la 36, y que tampoco tenía televisor, como mentí atrás, sino la 28. Ya lo saben, soy deplorable para memorizar números. Cuando cremen a mi madre haré un chance con el 3628. De todas maneras entré a la habitación correcta, donde ella agonizaba con el nombre de Oswaldo colgando entre la boca abierta, como una hinchada O entre sus labios resecos, y no a otra, donde se habrían impresionado viéndome con el maniquí en la espalda. Mi madre parecía muerta porque no hablaba. Tenía los ojos cerrados. 

Aparecí con mi hermano al hombro. Un milagro para la desdichada mujer que no creía en Dios y mucho menos en milagros. “Madre, despierte, madre, Oswaldo acaba de llegar, no tuvo tiempo de comprarte una manzana”. Arrimé el maniquí a su cama, sosteniéndolo como si este caminara. Con una de sus manos golpeé suave la cabeza de mi madre, quien tardó varios minutos en reaccionar. El rostro de Oswaldo era circunspecto, como le corresponde a todo maniquí bien confeccionado. Semejante a la seriedad que ponen en sus rostros las modelos cuando desfilan en pasarela. Parecen enojadas con la gente y con los trajes que les ponen. Esto le iba a gustar mucho a ella.

 Abrió los ojos, se le desinfló la o de la boca y preguntó: “¿Hijo?”. Imité cualquier voz: “Sí, mamá,  Oswaldo, soy Oswaldo, disculpe la demora. Creo que llegué a tiempo”. “Osualdo, hijo, acércate un poco más, debo revelarte algo”. Senté al maniquí, casi encima de mi madre. Yo también tenía curiosidad por saber qué iba a confesar ella. “Osualdo, ¿me escuchas?”. “Sí, mamá, la escucho perfecto, no tienes voz de persona que va a morirse”.  Dije, aproximándome otro poco para no perder ninguna palabra suya. “Oswaldo, ¡no eres mi hijo y tu hermano tampoco!”.  

Nueve palabras. Dos más que El dinosaurio, de Monterroso. Mamá se murió sin decir nada más. Solo para esto resistió varios días. Oswaldo y yo nos miramos sorprendidos. Me pareció ver sonreír al maniquí. Mi madre se quedó muy seria, con los ojos abiertos. Parecía reír por los ojos y por tal motivo no se los cerré. Levanté la cobija y acosté el maniquí, pegado al cuerpo de ella. Como si fuera a hacerle sexo. Por un momento los percibí como dos maniquíes o dos cadáveres. Los cobijé y salí de la habitación, antes que apareciera por allí la pesada enfermera a preguntarme respecto a mi hermano medio, allí acostado.

Seis y quince de la tarde. Estoy un poco retrasado. Debo ir hasta el almacén donde adquirí a Oswaldo, a encontrarme con la joven que allí trabaja y con quien, mientras hacía la compra, de manera discreta concerté una cita. Me dijo llamarse Adriana. El apetitoso culo de Adriana parecía tener la misma solidez del culo del maniquí. La vi esperándome en la esquina.

Umberto Senegal, Calarcá, mayo 23 de 2019

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